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que no son de el caso mencionar, hicieron que una madrugada me sorprendiera sentado ante una mesa de — cafetín de mala muerte y de peor vida —, situado allá en una de las callejuelas de , capital chilena de el estado fueguino de , que bajan culebreando hacia el mar.
la verdad es que mi situación no era desahogada en aquellos momentos y que negros nubarrones obscurecían el cielo de mi vida: con veinte años, solo, desconocido y sin un peso en el bolsillo — habiendo perdido esa noche en la ruleta el último que me quedaba —, no veía rumbo claro si no camino de el mar, y por ello, lentamente, me había ido acercando a él.
sentado a la cabecera de una mesa, miraba distraído el afán con que la patrona iba de acá para allá tras el pequeño mostrador, sacudiendo el frente de el anaquel cargado de botellas con inscripciones en inglés — indicadoras de que si el cognac, el rom, el whisky y el snap que contenían no era legítimo, por lo menos era viejo —, y escuchaba, llevando el compás con el pie, una habanera que brotaba de el teclado de un piano acatarrado, bajo los dedos de el patrón, un gallego minúsculo, de gran cabeza cuadrada, que tenía cierta semejanza con los tapones de soda-water que rodaban por el suelo.
estaba en uno de esos momentos en que uno, a fuerza de pensar no piensa en nada, y como única solución a mi situación embarazosa, se presentaba a el espíritu atribulado la idea de el suicidio.
la cosa se arregla fácilmente, me decía. camino hasta allí, bajo por esa escotadura y llego a el mar. me conviene, sigo hasta la punta de el muelle, me paro a el lado de aquel poste blanco y en el momento en que venga a romper una de esas olas grandes que truenan, ¡zas! me zambullo y... abur ... ¡me voy con ella!... también puedo caminar — si no me conviene el muelle por ser tan alto y estar a la vista — hasta aquellas piedras negras que baña el agua y donde el mar rompe con furia: espero una ola grande y me lanzo... ¡qué diablos!... ¡todo es cuestión de un minuto!
aquí llegaba de mis reflexiones y ya se acercaba el momento de levantar me y elegir el punto más aparente para la catástrofe de mi vida, cuando llamó mi atención un diálogo medio en inglés y medio en italiano y español, sostenido por dos individuos que no había visto entrar y que estaban sentados a una mesa hacia mi derecha.
el que hablaba inglés, era un tipo de marinero muy pronunciado y yo lo veía con su pipa humeante entre los dientes y una sonrisa que nunca se borraba de el todo de su fisonomía, dando le — juntamente con los mechones de pelo rojo que se escapaban de su gorra chata de cuero de zorro y con su barba, recortada en forma de herradura, que ponía a el descubierto una boca sin labios, que casi le llegaba desde una oreja a la otra — un aire marcadamente funambulesco.
su acompañante formaba con él un verdadero contraste: seco, anguloso, huesudo, estaba envuelto en una manta de lana de cuadritos blancos y negros y cubierto con una galerita, cuyas alas, verdaderamente embrionarias, eran una nota alegre que dulcificaba la expresión de su rostro, a el cual sus ojos, chiquitos y vivos, acentuaban de una manera que hacía pensar en rastrillos, en ganchos, en uñas, en cosas, en fin, de agarrar y de arrastrar; aquella cara debía ser, indudablemente, la que soñó para su o para su , y el sombrerito debía ser obra de alguno de esos hombres que echan a la chacota todas las cosas de la vida.
— ¡le digo a que no!... el de es un canalla, un pillo y a mí me hace esto porque soy italiano... ¿sabrá bien cómo andamos ahora los franceses y los italianos...?
— esa no es la cuestión... la cuestión es que, usted diga lo que diga, de o cualquier otro de mar o tierra, convenga en ir a dar la paliza... ¡eso es lo que interesa...! ¡con los lobos ya se podrá empezar el otro mes y entre tanto iremos a a lavar oro!
— sí...; pero ...
— ¡mire!... ¿cómo es que le dicen a ?
— .
— ¡mire, , no me embro me la paciencia, eh!... ¡le va a caer una racha, si se descuida, que no le dejará ni las alas de el galerín! — ¡vamos; diga derechamente si toma o no parte en la empresa y basta de charla!
— ¡vea...! ¿cómo le dicen a ?
— ¿quiénes?
— ¡digo!... ¿cómo le conocen a ... cómo le llaman?
— ¡ah!... ¿mi nombre?... ¡como quiera no más! ¡cachalo te, si le gusta!
— ¡bueno!... ¡vea, señor cachalo te, yo quiero ir algo en la empresa...; a mí me gusta, con franqueza!... ¿sabe?... lo único que hay es que estoy pobre y que el cutter va a consumir todo lo que tengo... ¿comprende? ¡bueno!... ¡vea, pues, que no puedo arriesgar me entonces, así no más, de palabra, sin una garantía! ¡mire: consultemos a ese hombre que está ahí y que nos mira con cara de juez; verá, él me va a dar la razón...! ¡negocio sin garantía no es negocio, don cachalo te... por la !
y, sin más trámite, el titulado me saludó y me hizo seña de que me acercara a su mesa, aun cuando sin ofrecer me una copa de snap, como su compañero, que salvó la omisión con toda cortesanía.
— ¿no le parece, señor, que lo que digo es justo? — me dijo con el acento más calabrescamente español que encontró en su repertorio —. ¿cómo quiere que entre en un asunto como ése, sin una garantía?
— veamos — repuse, luego de beber mi snap, que me supo a gloria, pues el airecito de la mañana, a el colar se por entre las rendijas de las paredes de tabla que formaban la sala de helaba hasta las palabras —; no sé de qué se trata.
— vea — me dijo el inglés en su español chapurreado y dedicando me una de sus habituales sonrisas, que le llevó las comisuras de los labios casi hasta reunir se en el occipucio —, este señor, ahí donde usted lo ve, con ese sombrerito y esa cara de zorro, quiere convencer me de que es ventajoso para mí dar le el cincuenta por ciento de una expedición de caza, pesca y lavado de oro que voy a hacer... en cambio, ofrece hacer me abrir en plaza un crédito de cien pesos y, no contento todavía, me exige, para que el negocio sea negocio, que le garanta el préstamo con el cutter que tengo fondeado ahí... en esa caleta de la derecha.
oyó impasible esta tirada y ni parpadeó siquiera, limitando se a hundir se hasta el cogote su ridículo sombrerito, cuando se apercibió de que era motivo de broma para su contrincante.
como yo continuara en silencio, el inglés se sacó la pipa de la boca, escupió con toda parsimonia, la colocó cuidadosamente sobre la mesa, y fijando luego una mirada en el prestamista dijo:
— mire o o el diablo, yo no sirvo para juguete suyo ni de de , que es otro que tal... ¡y le prevengo que no quiero hablar más de eso!... ¡si me habla, no respondo de que me aguanten las anclas!... ¡conque así... aquí me fondeo!
el calabrés, que seguía impasible el desarrollo de el discurso, volvió a dar le otro empugoncito a su gracioso sombrerito, escupió, se pasó por la boca la palma de la mano, y sacando de su garganta privilegiada las más agudas y más dulces notas de el registro, replicó con vivacidad:
— ¡por , señor cachalo te!... yo soy hombre de negocios y nada más. ¿a usted no le conviene lo que propongo?... ¡bueno!... ¡esperaremos!... ¡lo que no sirve a las ocho, suele servir a las once!
y envolviendo se bien en su chal de cuadritos, salió con un paso menudo y apresurado, que tenía algo de el andar de la laucha.
cuando nos quedamos solos, el inglés fijó sus ojos en mí y exclamó:
— ¡qué gente ésta, señor!... ¡ese judío, de y el otro, , son todos rizos de la misma vela!... creen que el oficio de sleeping partner... ¿sabe? de " socio dormilón ", les va a llenar el bolsillo sin hacer nada. ¡a fuerza de ser pillos son zonzos! ¡el " dormilón ", si quiere ganar, debe ser liberal!... eso es lo justo, ¿no le parece?...
— bueno, — dije, por decir algo — pero entre amigos...
— ¿amigos?... ¡esos!... ¡pero si los conozco tanto como a o como a el diablo!
— ¡ah!... como le oí hablar de el de y de el ...
— ¿ los conoce?
— ¿yo?... ¡no!... ¡me llamaron la atención los nombres, no más!...
— ¿qué nombres?
— los de ellos.
— ¡ah!... ¿y cree que esos nombres son de ellos?... si estos tiburones se designan por apodos no más... ¡es costumbre de los loberos y de los buscadores de oro — sus víctimas — que ellos han tomado, en su afán de tomar les todo! ¿no es de aquí ?
— ¡no, señor!
— ¡yo tampoco!... ¡ni quiero ser!... ¿y se va a fondear aquí, en esta caleta de tiburones, o sigue viaje?
— ¿yo?... vea; no sé... ¡anoche me han pelado en la ruleta y no conozco a nadie, ni tengo un peso!
— ¡ah! ¡ah!... ¡conozco!... ¡eso se llama estar a pique en veinte brazas!... ¡oh! ¡oh!... ¿quiere un remolque?... tengo mi cutter ahí, en la bahía: se llama y es chiquito, ¡pero marinero!... si gusta, hay lugar a bordo todavía... somos cuatro, que andamos por ir nos a lobear, y uno más no nos hace daño...; ¡a el contrario!
un rayo de luz alumbró mi ánimo abatido y acepté con júbilo la proposición tentadora: entre suicidar me estúpidamente en o luchar brazo a brazo con la suerte, no era difícil la elección para un temperamento como el mío.
y, por otra parte — ¿a qué negar lo? — seducía a mi alma aventurera y a mi ardor juvenil, la vida accidentada de esos bravos que juegan su existencia a una sola carta — la única que les queda tal vez — y se lanzan a buscar fortuna, allá, entre los escollos donde la mar bravía rompe en los barrancos abruptos, paradero de los lobos que se recrean jugueteando con el espumarajo de las olas.
me atraían con fuerza invencible las tajaduras sombrías de los peñascos enhiestos, donde ejercen su vigilancia los albatros y los alciones, guardianes solitarios de el desierto imponente y grandioso.
ese día lo pasé con el inglés, que en balde recorrió todos los puntos que conocía por referencias, como paradero habitual de prestamistas y negociantes de río revuelto, de " socios dormilones ", como designan en la región a los que corren, solamente con su capital, los riesgos de las operaciones provechosas que se desarrollan, allá, en las soledades de los canales fueguinos o entre las roquerías salvajes de el mar austral.
no encontró nadie que quisiera fiar le un centavo a la empresa que, con los tres compañeros que me había anunciado y yo, se proponía llevar a cabo y que no era otra que ir a dar una paliza — como se dice en la jerga regional, a la caza de los lobos marinos — y luego a lavar oro en un paraje que él decía conocer y de donde había sacado el capital suficiente para comprar el cutter que con bandera chilena cabeceaba a la derecha de el muelle.
este constituía, según lo afirmaba, todo su haber en el mundo y toda su esperanza para llegar a la realización de sus ilusiones, muchas y complicadísimas.
era mi compañero y protector, según creí comprender lo, un desertor de cierto barco holandés que había tocado años atrás en , en la costa argentina y que más tarde se había perdido sin dejar ni rastros, en viaje de a la costa australiana.
no era inglés como yo lo había creído, sino norteamericano, pero se había formado en los veleros ingleses que hacen la navegación entre y el , llevando rom y azúcar para alimentar las refinerías yanquis, jamás repletas. allí, juntamente con la navegación, aprendió a cobrar horror a el agua, a ese líquido infame, como él decía, que sólo sirve para que los peces se bañen y los hombres se laven la cara.
navegando de mar en mar, sin distinción de banderas, porque el hombre no tiene más patria que el barco que pisa, comenzó a chapurrear todos los idiomas conocidos y aun otros que no se conocen todavía sino por escasas personas, y ahora, cansado de su ascendereada existencia, buscaba un cabo a la suerte para echar se a tierra con el bolsillo lastrado.
hasta entonces no había logrado sus propósitos, ni siquiera en principios. trabajando siempre por cuenta de otros, jamás había podido ver le las patas a la sota. ahora las cosas cambiaban: tenía un cutter propio y ánimo suficiente para dar el gran salto y hacer se rico o morir por ahí, dondequiera, cuando le sonara la hora.
era casi un desesperado como yo, si no lo era más, pero tenía mayor coraje y mayor audacia y sabía afrontar con decisión las tormentas de la vida.
— ¿cree que a mí me importa no encontrar aquí buen fondo para el ancla?... ¡bah!... ¡judíos no faltan! y de hacer me desollar, prefiero que sea en cualquier otra parte, y no aquí, donde todos se han puesto de acuerdo. ¡ !... el que ha preparado la trampa es de , ¡pero...!
— diga me: ¿quién es ese de , que tanto nombran?... ¿qué es?
— es un montenegrino o croata o qué se yo... uno de esos diablos que no son turcos, ni húngaros, ni nada, sino hombres con más cáscara que una tortuga. yo le conocí hace muchos años en , en : entonces era sacristán o aprendiz de cura en una iglesia presbiteriana que había en el puerto. después le encontré por ahí, por todas partes: unas veces de marinero, otras de contramaestre o de capitán. en las estuvo establecido con una especie de garito disimulado tras la apariencia de escritorio de consignaciones, y ahora, por mal de mis pecados, me he topado con él aquí, ejerciendo la industria de armador, almacenero o demonio.
— pero, ¿cómo se llama?... ¡nombre verdadero ha de tener!...
— ¡tal vez!... pero ¡vaya a saber uno el nombre verdadero de un lobero o de un minero, que es lo mismo!... en no supe su nombre, y en le llamaban la , por esas manchas azules que tiene en la cara.
— pues amigo... ¡lindo tipo!
— vea: es uno de esos piratas de tierra que más vale no hallar en el camino; ¡él es el que me ha embromado aquí!... ¡ha hecho una conjuración de judíos contra mí!... ¡oh!... ¡pero no importa!... ¡el interés rompe todo: aquí hay mucha plata para los loberos como yo, que soy más conocido que el cachiyuyo... aunque nunca haya venido!... ya verá: no ha de faltar quién se tiente. ¡los " dormilones " tienen el ojo muy abierto!
y luego comenzó a contar me las aventuras de su viejo conocido, sirviendo le de estimulante el snap de , ante una de cuyas mesas descansábamos de nuestra excursión por calles y callejones.
según pude deducir, el personaje en cuestión era uno de esos aventureros que tanto abundan en los puertos de mar muy frecuentados, especie de resaca que flota a lo largo de los muelles, se pega a los cascos de los buques, si a mano viene, o se va quedando en la playa hasta que vientos favorables la llevan tierra adentro.
por cierto que en no era un ejemplar único: si no toda la población, por lo menos la de el puerto, era seguramente de la misma ralea en su casi totalidad.
— ¿entonces hace mucho que anda por estás tierras?...
— ¿yo?... ¡ya lo creo! sin embargo nunca había estado sino de paso en esta caleta, que es un verdadero abrigo de congrios y tiburones... ¡una cosa es venir como he venido yo otras veces, a gastar los pesos recogidos por ahí lobeando o lavando oro — pues este pueblo se traga todo lo que producen las expediciones — y otra cosa es venir a comerciar como ahora!... ¿ ?... ¡ le debían haber puesto! entre a un bar, como éste en que estamos, por ejemplo, y se encuentra con que en vez de snap, de el que viene sediento, le queman las tripas con vitriolo y le rascan las orejas con la musiquita esa de el patrón; busca mujeres para pasar el aburrimiento y le presentan consumidoras de whisky, capaces de chupar se un almacén de una sentada; pide la cuenta de el gasto y... ¡en dos días de jolgorio le han comido a medio costillar!... ¿sale a la calle?... pues no le digo nada: lo van convoyando los judíos, los trapisondistas y toda esa nube de sardinas hambrientas que serían capaces de comer se una ballena. cuando cae aquí un lobero con plata, tiene que ser muy hombre para escapar se: si no se la sacan con la bebida, es con las mujeres o con las casas de juego... vea: esta población es chica como ve — quizás seis mil almas —; bueno: ¡aquí hay más de cinco mujeres por hombre y el negocio más fuerte que hacen los barcos que van a , es de botellas y cascos vacíos!
— ¿y el comercio es honrado?... ¿es rico?
— ¿rico?... ¡ya lo creo!... hay casas de mala muerte en apariencia — sobre todo aquí en el puerto — que tienen capital de cien y de doscientos mil pesos. ahora, de honrado no sé: cuando compra porotos son capaces de mezclar se los con piedras... esto no lo harán todos, los millonarios como , por ejemplo, pero algunos no le quepa duda que lo hacen.
— ¡bueno... eso es natural!... la gente tiene que vivir.
— claro que tiene que vivir, pero eso no quiere decir que lo haga a costa de uno. ¡aquí, a el que cae con plata le toman como carnada: los voraces le atropellan, le atosigan, le muerden, le empujan!... ¿ve esos dos que van entrando?... ¡le apuesto a que nos buscan a nosotros: ya verá; deje me los a mí no más!
dos individuos, ni altos ni bajos, ni gruesos ni flacos y vestidos con trajes oscuros — una pieza de género utilizada en familia — se detuvieron ante nuestra mesa y, quitando se el sombrero y dejando ver ambos una gran calva lustrosa, dijo uno de ellos, hablando por la nariz y comiendo se la mayor parte de las sílabas, como es de hábito en los chilenos:
— ¿los niños son los que andan por ir a lobear en ese cutter que está ahí a la vera de el muelle?
— sí, señor.
— ¡perfectamente!... yo soy y este niño, que tengo el gusto de presentar les, es mi primo y socio, el señor
mi compañero, que era alegre y chacotón de buena ley, dijo, cerrando me un ojo y usando el español más ainglesado que pudo encontrar en su largo repertorio de bromas:
— ¡perfectamente!... ¡a esos cerros tan lindos... pero tan pelados a el parecer, que acaba de presentar me, yo quiero presentar les también algo bueno: yo soy , y este niño que es mi primo y socio, es ..!
y como sus interlocutores le miraron con ojos de asombro, exclamó con una de aquellas sus sonrisas tan características:
— ¡oh! ¡oh!... ¡yo sé!... ¡entre nuestras dos familias se acaban el abecedario... si las dejan los maestros de escuela!
a el oír le, los dos de el soltaron una carcajada y yo les imité, mientras el bromista, grave y serio, nos miraba por bajo las cejas, golpeando en la palma de la mano su pipa de madera que apestaba con el olor a la nicotina conservada.
— pues bien, niños... nosotros celebramos conocer les y les invitamos a beber lo que gusten y a que hablemos dos palabras.
y comenzó la charla entre el inglés y los visitantes.
a el poco rato, y en momentos en que el dueño de tocaba los últimos acordes de , que hacía media hora gemía entre sus uñas, se pararon los tres:
— lo dicho dicho está — dijo
— dicho está — repuso mi compañero.
y nos despedimos.
— ¿ve?... ¿qué le dije, compañero?... ya tenemos todo: ¡plata, provisiones y herramientas! no hay más obligación que dar les a los el veinte por ciento líquido, vender les de preferencia los artículos y llevar les gratis a un pequeño contrabando de mercaderías... ¡estos sí que saben ser " dormilones "! ¡amigo, qué noche tenemos que pasar!... cuando la suerte se acerca hay que festejar la: ¡ya somos ricos!
y nos divertimos como puede divertir se uno en : oyendo canciones marinas entonadas en los cafés por los concurrentes aficionados, viendo jugar o jugando algunas partidas de naipes y bebiendo brandy o whisky a todo lo que daba el garguero, especialmente el de mi nuevo amigo, que era casi sin rival.
nocturno es una especialidad: la bebida y el juego son las diversiones casi exclusivas de la población y alternan con las representaciones de ocasión que suelen dar se en la sala de tal o cual bar espacioso, sin que impidan a los concurrentes satisfacer su gusto favorito, ya sean las cartas o la botella.
como se comprenderá, en estos jolgorios no faltan damas de aquéllas, por supuesto, que son como el desecho de todas las ciudades de el mundo y que van allí atraídas por la generosidad proverbial de los loberos y de los lavadores de oro que, a el regreso de sus expediciones peligrosas, no son por cierto exigentes ni descontentadizos.
a el día siguiente, que comenzó a las tres — hora en que en mi tierra las gentes acostumbran a usar aún la luz artificial, si llegan a hallar se despiertas por un evento —, nosotros empezábamos nuestras operaciones de carga.
embarcamos, a vista y paciencia de todo el mundo, no sólo nuestras provisiones, sino también las mercaderías para , y nadie tomó razón de ellas ni nadie se preocupó de su procedencia ni destino.
las provisiones no eran por cierto muy variadas y consistían en harina, galleta, porotos, te, café, algunas damajuanas de el aguardiente chileno llamado guachacay, dos barriles de vino de la tierra, algunos cajones de ginebra y las ropas usuales en el trabajo que íbamos a emprender.
— ¿sabe que no es mucho lo que llevamos?
— ¡oh! ¡no es mucho, pero es lo necesario: ropa de lana y botas de vaqueta!... a bordo ya tengo los útiles y las herramientas, no sólo para el lavado de oro sino también para la paliza: la sal es lo único que falta y ya llevo la orden para cargar la en .
— ¿sal? ¿y para que, teniendo el mar?
— ¡no!... ¡ , amigo... para salar los cueros, que cada uno vale una esterlina, y dos también!... ¡oh! hay que usar buena sal, y es carísima, como que viene de ... ¿ve?... ¡ahí tiene!... ¡yo no se lo que hacen sus paisanos: tienen sal en toda la costa, allá arriba de y no mandan ni un grano!... ¡habían de tener la así los chilenos y ya vería!
concluida la carga, fuimos a una carnicería vecina a el puerto, donde un alemán rechoncho nos recibió con cara de malas pulgas, proporcionando me la ocasión de saber prácticamente lo que es un comerciante a el menudeo en la capital de .
en la carnicería se vendían también verduras — a el peso, como los fideos —, acordeones, ropas, baúles y relojes: cuando el carnicero vino a despachar estaba en la veta de pedir y sus precios eran algo de hiperbólico, sobre todo cuando tuvo que informar sobre unos repollos de los cuales parecía desprender se con visible mala voluntad.
mi compañero — por hacer le rabiar — se los hizo pesar sin discutir el precio, y el comerciante a el poner los en la balanza fue habilísimo.
— ¿sabe, carnicero?... el día que se muera, ni las gaviotas van a poder acompañar le a el cementerio... vuela muy ligero y... ¡no pesa nada!
— ¿cuánto valen esos bifes? — dije yo.
— ¡hoy no se venden: son para mañana!
— nosotros nos vamos ahora... — repuso mi compañero.
— ¡buen viaje!
—... y queremos esos bifes...
— ¡vengan mañana!... ¡hoy son para adorno!
— ¿y esa pata?
— ¡adorno!
— ¿y ese matambre?
— ¡adorno!... ¡lleven esa carne vieja si quieren!... ¡hoy no vendo más!
no hubo forma de convencer le: tuvimos que embarcar lo que él quiso y a el precio que se le antojó.
y, riendo nos de rabia, llegamos a el cutter, que amarrado a un anclo te se mecía dulcemente, siguiendo el vaivén de las grandes olas que iban silenciosas a depositar su carga de espumas y de mariscos en la playa arenosa.
el contrato, extendido en papel simple, pues la palabra de un lobero o buscador de oro vale su firma, por más que parezca increíble a quien no conozca la maravillosa región fueguina y su población — que si bien es un mosaico en cuanto a lenguas, religiones y nacionalidades, tiene, no obstante, una convención que es ley: aceptando un compromiso, solamente la muerte impedirá su cumplimiento —, fue colocado sobre una mesa y luego de firmado y rubricado por los y , empezamos a hacer lo nosotros, que éramos socios y responsables de mancomum et in solidum.
el primero fue el dueño de el " ", nombrado capitán y que con gran asombro mío escribió su nombre y apellido — — con una bellísima letra cursiva; luego firmé yo, después , austríaco — aprendiz de barbero en sus mocedades — , dinamarqués, aficionado a la botánica y mineralogía, y , portugués, natural de , provincia de os , y representante en los mares australes, según él, de la más antigua nobleza lusitana.
luego que los comerciantes bajaron a tierra y " " sólo contuvo a su bordo los cinco desesperados que pretendíamos jugar nuestra vida contra una caricia de la fortuna, el capitán nos reunió en la camareta y, abriendo una botella de snap, dijo, con su sonrisa habitual, que esta vez tenía algo de risueñamente grave que yo hasta entonces no le había notado.
— no tengo para qué decir les, ¿eh?... ya me conocen... ¡yo me vuelvo rico o me quedo allí! ¡ese es mi propósito y debe ser el de los que me acompañen! así, pues, todavía está en tiempo de quedar se el que quiera, y a fe de , dueño de el cutter " ", de treinta y cinco toneladas de porte, que no guardaré mal recuerdo de el que lo haga... ¡chicote que se ha de cortar, que se corte!
— vean — exclamó aquí el portugués, que, siendo moreno, bajo, de cutis apergaminado con un tinte bilioso pronunciadísimo, era la antítesis de el austríaco , rosado, con una talla de casi dos metros, fornido, ventrudo, por lo cual en los canales era conocido por —, ese mismo discurso se lo he oído ya varias veces. este no da un paso sin pronunciar le, a lo que parece. una vez se lo oí allá en el ... ¿te acuerdas, ?... ¡cuando abandonamos el costado de el " victoria ", capitán !... la otra, cuando nos desertamos de las filas de el brick aquel con que hacíamos el crucero de , capitán ...
— ¡hombre!... ¡es cierto!... ¿sabes que acabo de dejar lo ahí en el muelle a el tal capitán?... anda de judío: ¡se llama !... ¡bueno! ¡esto es otra cosa: ahora no se trata de juguetes ni de contar historias!... ¡vamos a tener que echar el resto, y así, el que no esté bien dispuesto, que lo diga ahora y después no vaya a andar con arrepentimientos!
todos manifestaron su conformidad: el portugués e ruidosamente, como acostumbraban, el dinamarqués con un gruñido — pues él para decir una palabra invertía triple tiempo que cualquiera —, y yo que, siendo un desconocido para mis compañeros, creí de obligación decir les cuatro palabras a mi respecto y ver si les convenía mi sociedad.
— ¡yo, señores, de el mar no sé más que cualquier vieja lavandera: que es de agua y que ésta es salada. ¡de navegación tampoco sé nada! en — que es mi tierra — era estudiante de derecho y nunca fui amigo de ejercicios ni de molestias... me enamoré de una muchacha que... en fin... que no quise dejar de querer, y mi padre me embarcó por ello en un buque de la escuadra: me deserté en , y aquí estoy. ¡esto es todo!... respecto a trabajos no sé ninguno, pero aprenderé lo que me enseñen.
— superior, hijo mío, — dijo — aprenderás de cocinero, y algún día, cuando vuelvas a ver a tu novia, esa muchacha en fin... como has dicho, sabrás enseñar le a hacer un asado de ballena... de corset y una sopa de tortuga con el carey de sus peinetas... ¡si las tiene!
y las frases de fueron el programa de mi vida de a bordo. no era difícil, seguramente, pero tampoco era fácil, para quien, como yo, jamás había tenido la curiosidad ni siquiera de saber cómo se asaba la carne.
felizmente no me faltaron maestros.
el portugués, a quien sus compañeros le llamaban y el dinamarqués, eran eximios cocineros que ni el mismo — a quien en materia de comidas se le reputaba como una especialidad — tenía peros que poner les.
a el caer la tarde, allá entre las ocho y las nueve — pues en esta región austral el día estival es casi continuado — comenzó a soplar un vientito fresco de el noroeste, que nos venía como de perlas para salir de el y penetrar a los canales, y el capitán determinó levar el ancla, disponiendo nos a zarpar.
es puerto libre y por ello afluyen a él los comerciantes de toda la región de el sur, tanto argentina como chilena y especialmente de la primera.
estos encuentran allí facilidades de todo género para sus transacciones, consistentes, por lo general, en el cambio de productos naturales — pieles, oro y maderas — por mercaderías importadas que se consiguen casi a precio europeo, si no menor.
los buques de ultramar, que llegan en gran número, traen siempre buenas pacotillas y aun cargas, obtenidas en todos los mares de el mundo, unas veces como productos de salvatajes en naufragios o colisiones y otras de robos o piraterías.
estas particularidades hacen de aquel puerto, como es natural, un centro de actividad y de recursos que atrae a sí todas las fuerzas vivas de los mares australes, las que aprovecha enérgicamente para formar en un estado poderoso, que contrasta singularmente, por su riqueza y civilización, con la miseria y dejadez reinantes en las provincias embrionarias de la costa argentina.
esto es doloroso decir lo, pero es cierto: en los mares australes la estrella solitaria de , significa civilización y el sol argentino, barbarie.
como sin mayores trámites ni diligencias nos habían despachado las autoridades, con la simple declaración de que íbamos con carga comercial para , aun cuando bien sabían que íbamos con un cargamento para y a buscar oro y matar lobos marinos en la costa argentina, desplegamos la vela e, impulsados por la fresca brisa favorable, comenzamos a salir de la rada.
ya hacía rato que debía ser de noche en — dada la hora que alcanzábamos – cuando aun nosotros teníamos luz. con razón exclamaba el portugués , contestando me a una observación:
— aquí, amigo, cuando se traen gallos, mueren locos casi todos. ¡pierden la chaveta pensando quizás en la hora a que deben cantar!... las cavilaciones les quitan el sueño y los ve marchar camino de la olla a pasos apresurados. ¡tal vez mueren pensando en que para cantar a destiempo más vale no haber nacido!
un centenar de buques había en la rada y ninguno tenía gallardete de mi patria: todos eran chilenos.
y como saludando me, orgullosos y burlones cabeceaban sobre sus anclas el " ", el " cóndor ", el " " y el " toro ", los valientes vapores corsos que a el servicio exclusivo de la gobernación chilena recorren incesantemente aquellos vericuetos de el mar fueguino, estudiando los hasta en los menores detalles y sirviendo de providencia a los que se aventuran en ellos.
recostado en la borda pensaba en esto y seguí con la vista, hasta que se perdieron a lo lejos, las luces de la pequeña villa, que dentro de poco será ciudad rica y populosa. a el mirar hacia el cielo estrellado vi con júbilo la — mi vieja conocida — que abría sus brazos, no allá abajo, en el horizonte, como en , sino arriba, casi sobre mi cabeza.
¡parecía proteger nos contra las olas de el mar inmenso que, a el chocar rumoroso en la popa de nuestro cutter, se desmenuzaba salpicando nos o formaban un manto de blanca espuma que relumbrando nos seguía, como una sombra!
me acerqué a , quien, impasible y como ajeno a todo lo que le rodeaba, llevaba el timón y manejaba la vela que, inflada por el viento favorable impulsaba la embarcación, silbando casi entre dientes y con gran propiedad — pues era una especialidad en ese arte — una de esas viejas canciones de los balleneros, que no están escritas en parte alguna, pero que todos las saben, transmitidas, de generación en generación por la tradición oral.
permanecí en silencio mirando la franja de luz que se movía, bailando a el compás de las grandes ondas silenciosas que seguían a el cutter y parecían empujar lo. de repente di un salto para atrás, aterrorizado.
— ¿qué hay, muchacho?
— no sé — dije, aún no repuesto de la impresión — un pez enorme que saltó ahí, en la estela. ¡me pareció que atropellaba!
— ¡ah!... no es nada: alguna tonina ha de haber sido... ¿no las conoces?
— ¡no!
— ¿y en qué barco has andado que no conoces las toninas?
— en el " " no más... ¡y como pasé arrestado casi hasta que me deserté, no he visto nada!
— ¡buen lobero, diablo, vas a ser entonces!... las toninas son esos peces grandes y cabezones que van ahí, cerquita no más. atraca te a la borda y mira a la estela: son esos bultos negros que cruzan de a dos. siempre andan en parejas: mientras uno se zambulle el compañero saca la cabeza como para recibir el oleaje. van en hilera y silbando: ese zumbido que se oye no es de el viento: son ellas que lo hacen cada vez que asoman sobre la cresta de una ola. cuando hay mar y es de día, andan leguas atrás de los buques y da gusto ver las tan graciosas y tan mansitas... la tonina es la amiga de el marino. cuando sale, como ahora, es seguro que el viento refrescará o va a haber tormenta. esta es la tradición.... y como esta vez salga cierta, vamos a tener una mañana dura si estamos fuera de .
en ese momento una gran ola nos salpicó en la cara y yo sentí algo como un chicotazo que me obligó a llevar la mano sobre el carrillo, enredando se me entre los dedos una cinta viscosa que me pareció una víbora.
— ¡demonio!... ¿qué diablos es esto?... ¿un bicho?
— ¡no, hombre!... eso es una hoja de alga... de cachiyuyo... ¡es que pasamos junto a algún camalote, como dicen en tu tierra, y que comienza el viento a refrescar: las toninas van a tener razón y no nos va a faltar baile!
y con su vista habituada a mirar a través de la oscuridad — pues los marinos parecen tener algo de los gatos — dijo:
— ¡allá se ve todavía ! ¡fija te a la derecha, pero medio arriba!... ¿no ves esa claridad?... bueno; eso es , ¡que quién sabe cuándo la volveremos a ver!
y los dos nos callamos como dominados por la melancolía, que parecía emanar de el mar entenebreciendo nuestro espíritu y por aquel silencio que, a pesar de el ruido de las olas a el chocar, de el silbido de las toninas que nos escoltaban o de el viento que hacía crujir el velamen, se imponía como una obsesión.
de repente se oyó la voz de :
— ¡hola, !... ¿quieres dormir?
— ¡no!... ¡hay tiempo!... todavía estamos cerca de ... ¿por qué no haces café?... andan toninas y tal vez refresque el viento antes de que lleguemos a ... ¡ya sabes que yo no soy muy amigo de este maldito !
y sentí a que se movía y poco a poco se acercaba a el hornillo canturreando:
— ¡hola, !... ¿y el cocinero?... ¿está ahí?
— a la orden, capitán.
— ¡venga a ver cómo se hace el café, si no sabe!... ¡mire que todas las noches no se van a parecer a ésta!
y dando traspiés y tropezones llegué cerca de el palo, donde sobre un cajón de hierro, teníamos instalada la cocina, que no era sino un gran tacho lleno de fuego y con su tapa correspondiente.
, por reir se a mi costa, me iba dando en voz alta su lección sobre la manera de hacer café.
— primero se ve si hay fuego, y si no lo hay se hace... después se agarra la cafetera y se llena de agua de aquel barril — no se saca de el mar, muchacho; no te vayas a olvidar, que eso importa —, y como el café no se hace con agua fría, se la pone a hervir... mientras hierve, tomas la pipa, te haces un ovillo ahí, a el lado de el palo y... ¡cuidas!
y como lo dijo lo hizo, invitando me a que le imitara.
— ¿sabe?... iba allá a popa, y las toninas, que yo no conocía, me pegaron un susto...
— ¿las toninas?... eso no es nada: el día que veas los tiburones sí que te has de asustar. hay uno que nosotros le llamamos " martillo " y que por aquí anda poco, que es imponente. tiene el lomo negro y la barriga medio amarillosa con pintas como de sangre: es cabezón, de cola derecha y se mueve con gran celeridad, teniendo la particularidad de que siempre anda con la cabeza para arriba como si estuviera parado. de cualquier lado que uno lo mire, le ve siempre la boca abierta, casi a flor de agua, mostrando una cuádruple hilera de dientes que son como los de una sierra y con las puntas como agujas. cuela el agua como una coladera y no se le escapan mariscos ni peces chicos. aquí el que anda más es el tiburón negro, que es zonzo y medio cegatón: siempre le acompaña el " pilotín ", que es un pececito blanquizco que le sirve de lazarillo y le pilotea hacia donde hay qué comer... donde abunda el " martillo " y anda en cuadrillas de centenares, es en el , que se encuentra entre las y estas costas de , en el camino que siguen los balleneros norteamericanos. la travesía de ese mar es tremenda, sobre todo en la parte de el trópico, donde los veleros se topan con su mayor enemigo: la calma chicha. allí son esos canallas los reyes de el desierto de agua.
— por supuesto: hombre que agarran no cuenta el cuento, ¿eh?
— ¡qué esperanza! el tiburón no ataca a el hombre sino por casualidad. eso de los peces que matan, son historias mal urdidas. en todos los años que navego nunca he visto morir a nadie atacado por tiburones.., y eso que ya he presenciado la caída de alguna gente a el mar, casi en la boca de esos diablos, que son curiosos como mujeres.
— pero eso que dice, permita me, está en contradicción con todo lo que cuentan los que han escrito aventuras de mar...
— así será.., pero lo que yo te digo también es verdad; pregunta le a los muchachos — que todos son hombres veteranos — y verás. yo he visto cadáveres comidos por tiburones y he encontrado también pedazos de ropa o botines entre las tripas de éstos, pero nunca he oído decir, con fundamento, que hayan herido o causado la muerte a nadie: la gente de tierra es muy habladora, amigo, y no hay que hacer le mucho caso cuando charla de cosas de mar. la lección: cuando el agua está hirviendo, echas dos cucharadas de café, pones la tapa y... que siga la danza.
— ¿y las toninas abundan fuera de estas costas?
— ¡ya lo creo! y, ve, tienen la carne buena — casi no se diferencia de la de el atún — y dan buen aceite y en abundancia. yo he comido, así no más, cruda, en una balsa en que nos salvamos tres — entre ellos — en el naufragio de el " ", antes de llegar a el archipiélago de en la ... en el , ¿sabes?
y alzando la voz, agregó:
— ¿hola, ?... ¿te acuerdas de la balsa aquella en que nos salvamos, cuando el " "?
— ¡hombre!... ¡mejor es que traigas el café que estar recordando esas cosas a semejante hora!
y como el café estuviera a punto sacó la cafetera y me volvió a decir con su sonrisa simiana:
— ¡sigue la lección, cocinero!... para que el café se asiente, sacas la cafetera de el fuego, le echas unos dos dedos de agua fría de el barril, no de el mar — ¡no te yayas a equivocar muchacho, que la cosa es importante! — y, pasados dos minutos, sirves el líquido en un jarrito de estos para cada uno de los que van a tomar, teniendo cuidado, si yo soy de ellos, de servir me a mí casi tanto como lo que te vas a reservar para ti. ¡no te olvides de esto, muchacho, mira que es importantísimo!
y, tomando el jarrito que le correspondía, fue a relevar en el timón a , quien, luego de beber se su porción, se tendió sobre cubierta y se quedó dormido.
yo, transido de frío — pues la temperatura aunque estival para un fueguino, podía llamar se invernal para un porteño —, baje a la camareta y fui a tender me en el lugar que me había sido designado como dormitorio.
y allí, como viera por una rendija de la escotilla un trozo de la vía láctea que brillaba como una corona de diamantes, haciendo resaltar la negrura uniforme de las — que a aquella hora y en tales alturas tenían para mí un encanto desconocido — comenzaron a desfilar ante mis ojos todas las escenas de mi vida ciudadana.
cuántas veces vagando en las calles de , las había mirado indiferente, sin pensar que llegaría una hora en que ellas fueran para mí como una esperanza y en que sintetizaran todos los recuerdos de mi vida: mis amigos bulliciosos, mi novia de los veinte años — mi adorable — y mi hogar, desolado tal vez por mi partida.
y me dormí viendo entre sueños la cara llorosa de mis padres que pensaban quizás no yerme más.
tarde es para un lobero despertar cuando los rayos de el sol comienzan a calentar y confieso que a el pisar la cubierta, mis compañeros me recibieron con una rechifla que yo agradecí, porque, a la verdad, jamás habría soñado encontrar bajo aquellas ásperas cortezas tesoros de afecto y de ternura como los que encontré.
aquellos hombres, curtidos por el sol de los trópicos y quemados por los hielos de las lejanas tierras de , recorridas en los veleros noruegos y yanquis, que se arriesgan en aquellas latitudes — donde aún no ha ondeado la bandera azul y blanca, por más que no disten sino quinientas millas de nuestro territorio y encierren riquezas que, por más que poseamos muchas, no tenemos por que despreciar — parecían sentir se rejuvenecidos cuando me veían a su lado y era de admirar el afán que demostraban por adiestrar me en su arte rudo y en todo aquello que su experiencia les había enseñado.
poco a poco me fui convirtiendo en el niño mimado de a bordo y pronto desde el bravo hidalgo lusitano hasta — que era de suyo huraño y retraído — no me miraban como a el socio que tiene las mismas obligaciones, sino como a un patrón que, como , podía hacer las cosas si quería o podía, pero sin que fuera dado reclamar le nada.
luego de terminada la ovación, exclamó con su voz de trueno y su marcadísima entonación austríaca:
— ¡vea!... ¡este es su winchester, amigo: ya está limpio!... las balas que le corresponden son esas cien que están ahí... y ahora venga, ayude me a desarmar esta llave, que está más agarrada que la boca de , cuando no tiene a sotavento una copita de whisky o de old brandy!
— ¡oye, !... ¡no seas haragán; deja a el muchacho que vaya a tomar su café!... ¿no tienes vergüenza, hijo?... ¡si hasta eso te habrán ganado tus amigos de !... ¡porque antes no eras así!
tendí mi vista obre el mar y quedé encantado con el paisaje que descubrieron mis ojos.
la costa baja sobre la que está situada y que habíamos recorrido durante mi sueño, iba poco a poco desapareciendo para dar lugar a los caprichosos acantilados, por entre cuyas hendiduras, tapizadas de musgos y de líquenes, chorrean rumorosas las corrientes de agua que nacen en las montañas vecinas. allá, en el fondo, recortan éstas sobre el horizonte sus lomos negruzcos, apareciendo de repente sobre el mar, en lontananzas, en forma de una punta que se ve como tajada y que velan brumas azuladas: es el que se presenta coronado por el , empinando se sobre el .
a un costado, la isla , cubierta de vegetación, muestra, de distancia en distancia, las cumbres enhiestas de los cerros que encierra y que relumbran con los rayos de el sol naciente, mostrando se, intermitentes, cada vez que una de las grandes olas eleva el cutter en su vaivén majestuoso.
abajo, y como cortado a pico en el flanco de la áspera montaña, se abre el , que parece una obra de gigantes y que presenta el aspecto de una inmensa boca que sonríe: se ven primero los dientes blancos, formados por los glaciares que desprende de sus flancos abruptos el monte , en sus fantásticas prolongaciones y luego — avanzando — la nariz fina y afilada: es que parece tomar el olor a el canal que se abre a el frente, ancho y pintoresco, sembrado de islotes verdegueantes.
es nuestro camino.
, de pie en la proa, exclama, señalando un repliegue de la costa lejana:
— allá esta , el feliz, el deseado... esa pequeña bahía ¡cuantas vidas ha salvado, sirviendo de providencia en las horas negras y angustiosas!... ningún marino que venga de el puede dejar de saludar la con júbilo.
y alzando la vista miré más lejos y quedé como deslumbrado; arriba, casi en las nubes, erguía su blanca cúpula, coronada de nieves eternas el , el gigante vigía de la región austral, que desprende glaciares y ventisqueros desde una altura de 7330 pies y cuya cima orgullosa no conoce aún la planta de el hombre, tan osada como valiente.
— ¿qué te parece, muchacho? — dijo con expresión de burla — ¡allá, arriba, en ese monte, está la fortuna!... hay que subir en cuatro pies para alcanzar la, — a estar a lo que dicen los alacaluf, que son los indios de estos canales. según ellos, cuando uno se encuentra en la cumbre ya no tiene que pensar en nada: la vida está hecha. corren arroyos de vino chileno, hay cascadas de té despeñando se por entre cerros de galletitas y de mejillones asados y calentitos!... y si por acaso eso no satisface, le esperan a uno en cada hondonada, ballenas varadas, que convidan a festín suculento, tropillas de nutrias y de lobos de dos pelos que se sacan la piel alegres, para brindar la a el viajero, por más que allí no se necesita abrigo semejante, pues la temperatura no es fría como la que azota a los indios en las horas crudas de el invierno, sino mas templada que la de un día de nevazón o tibia como les parece que es la de este verano fueguino que a ti te hace tiritar, pero que ya te hará sudar como a nosotros.
y a el acercar nos a la entrada de el , recostando nos un poco a la costa, a fin de tomar de bolina el viento que hasta allí nos había favorecido y que cada vez refrescaba más — cumpliendo se el pronóstico de las toninas — un enjambre de gaviotas, gaviotines y palomas de mar, se acercó a el cutter, rozando las olas con su vuelo rápido y caprichoso, ya para alzar una aguaviva que su vista perspicaz ha apercibido o ya para apoderar se de las cáscaras de papa que — entregado a tareas culinarias — ha arrojado por sobre la borda y que, boyando, siguen el impulso de la corriente.
pusimos la proa hacia la bahía que forma el y como en ese momento pasara ante ella, como cerrando nos el paso, una pareja de delfines, los cuales, mientras saltaban sobre la ola que alzaba la quilla, lanzaban su chillido peculiar, dijo la , que acababa de tomar el timón:
— estas no son toninas, muchacho... fija te bien: son delfines. la tonina es casi redonda, tiene el cuerpo rayado de blanco y negro y nunca se cruza por la proa, sino que convoya los barcos. estos, como ves, son larguruchos, negruzcos y no silban sino que más bien chistan. los indios alacaluf cuentan que el delfín — que es un hijo de la luna a quien ésta dejó abandonado en una caleta, cuando emprendió su gran viaje en busca de el sol, de el cual estaba enamorada — espera que ella vuelva a reunir se le cualquier día y por eso sale a recibir las embarcaciones. cuando se ve defraudado en sus esperanzas, se enoja y comienza a cruzar por la proa, chillando de rabia a el ver se impotente para detener la marcha de quien le ha engañado.
— ¡pero hombre!... ¿estos indios alacaluf tienen una historia para cada animal de el mar, a lo que parece?
— ¡ya lo creo! — dijo —. se ocupan en hacer esas poesías mientras esperan en sus canoas — ocultas por ahí, en cualquier arruga de la costa — que pase algún cutter que puedan asaltar.
— ¿son ladrones, entonces?
— son de los más bandidos que uno se puede imaginar — repuso la . — se pasan días y noches en las caletas casi inaccesibles —, manteniendo se de mejillones o de otros mariscos y de los tallos secos de el cachiyuyo, a el que le llaman kelp como los tehuelches — tratando de cazar algún lobo o alguna nutria para en seguida, con pretexto de cambalachar el cuero, acercar se a los barcos o a las poblaciones y ver de alzar se con algo. no son flojos como los vaghanes, que viven sobre el canal de , sino arrojados y valientes. se largan a el mar en sus canoas puntiagudas y emprenden lucha con las ballenas o con balleneros si a mano viene. clavan a el cetáceo cinco o seis arpones de hueso, con dientes afilados y sujetos con cuerdas de junco torcido y luego que comienza a desangrar, le siguen en la canoa, arrastrados vertiginosamente. nunca se ha oído decir que vuelquen, pues en cuanto se ven mal, largan la cuerda y continúan a remo hasta que la ballena debilitada se vara o muere. entonces la remolcan y se arma el festín, acudiendo a él los indios de muchas leguas a la redonda. esto sí que es bárbaro y repugnante. el hombre civilizado que llega a presenciar por casualidad una de estas escenas y a ahogar se un poco con el humo nauseabundo de las hogueras en que medio asan la carne, conserva asco por mucho tiempo. yo no he visto cosa igual. , mujeres, viejos y niños, se embadurnan de grasa — que luego se descompone rodeando los de una atmósfera infecta que se huele a una milla, — comen de una manera brutal y se duermen allí no más, sobre el cuerpo de la ballena, a el lado de los buracos que le abren con sus cuchillos de hueso, pues, para no perder tiempo, hacen el fuego sobre el mismo cadáver muchas veces.
— y son sucios ¿eh?... — exclamó ... ¡qué cosa bárbara!
— ¿sucios?... ¡inmundos!... como no se lavan jamás, se les forma sobre el pellejo, que es como cuero de vaca, una costra impermeable que les resguarda de el frío. las indias son más limpias. siendo ellas las que se ocupan de la canoa y las que corren con el trabajo de fondear la, de echar la a tierra o de botar la, continuamente andan en el agua y se hacen muy nadadoras. los indios, por el contrario, casi no saben nadar y por eso las canoas atracan a la costa para los desembarques y cuando no las pueden echar a tierra o temen las rompientes, las mujeres tienen que llevar las lejos de la orilla, fondear las con unas piedras enormes que les sirven de anclas enredando se en los cachiyuyos si no dan fondo y luego ganar la costa a nado. si estos indios fueran muchos, no se podría andar aquí en los canales chilenos sin estar alerta: como son bravos, pasaría con ellos en el agua lo que con los onas en tierra, allá en el lado de el ... y son enamorados como diablos... — , ¿te acuerdas de aquel alacaluf que en el primer viaje que hicimos juntos a estos parajes, se llevó el capitán de la " ", el portugués aquel, tu paisano, que después de haber pirateado en y robado negros en la costa de , se fue a o que sé yo, a hacer se fraile?
— ¡ah!... ¡sí!... el negrero . es verdad: el se llevó un alacaluf de estos. se llamaba y llegó a ser el mejor gaviero de a bordo: una vez que me fui a el mar, una noche de tormenta, de aquellas que arman allá en , si no hubiera sido por él tal vez no estaba ahora por entrar a .
— ¡bueno!... ese se quedó enamorado en , un islote chiquito que hay allá en el pacífico y que es la primera tierra que se encuentra cuando uno sale de . recalamos a refrescar víveres y el indio se enamoró de una muchacha papu, una de esas negras medio amarillosas de las islas: se quiso quedar y no lo dejó... pues, amigo, a la noche se largó a el mar y se fue a juntar con la novia. y estábamos como a seis millas, ¿eh?... no era juguete.
— ¡ah! ¡ah!... ¿con que han andado en ? — dijo con su pachorra habitual. yo también estuve, hace ocho años. fuimos con un brick a comprar carey y aceite de coco. en ninguna parte he visto más tortugas ni de mayor tamaño que allí... ¡que barbaridad!... el único puerto bueno de la isla — que parece un ocho acostado sobre el mar — es una ensenada arenosa, que tiene en el fondo y como a tres millas de la costa, unos cerros llenos de palma. yo he visto salir las tortugas a poner, y francamente, he tenido miedo: la playa entera estaba cubierta y se movía como si hubiera agua. los negros de la isla, que son como todos los de la , altos, barrigones y con unas getas como de ballena, esperaban que las tortugas dejaran los huevos y cuando volvían a el mar las atropellaban, cortando les el camino, hombres y mujeres: ellas daban vuelta las piezas mejores — las más grandes y de cáscara más transparente — y ellos las iban degollando. las tortugas, según dijeron, hacen estas salidas una vez por año y hay que aprovechar. los huevos los sacan por millares para comer los: creo que los negros engordan en esa época no más, pues en el resto de el año no debe haber mucha comida en la isla.
— ¡oh! ¡oh!... — dijo — es rica; hay cabras y ovejas en abundancia y se hacen unos quesos que parecen de ... allí estoy casado con mi octava señora; quizás la conozcan ustedes: es la quinta hija de un tío de , que es el rey, el negrito más pedigüeño que he conocido en mi vida. yo estuve tres meses y mi mujer — que tal vez ahora se la habrán vendido a otro — me costó una damajuana de rom, dos libras de pólvora y un paraguas punzó, que ni sé cómo había venido a mis manos. es un país raro esa isla: cuando los hombres o las mujeres se hacen viejos, los matan sin compasión. una mañana, estaba sentado con mi mujer a la puerta de nuestra choza, cuando de repente vi pasar unos quince negros que iban tocando un tamboril y se dirigían a la playa, siguiendo a una pareja de viejos que de distancia en distancia bailaba y cantaba. como era la hora de la marea baja, fueron hasta muy lejos sobre la playa. a el anochecer les vi volver con la misma ceremonia, pero la pareja de viejos no venía. pregunté por ella.
— la hemos dejado, me dijeron. nosotros — sus hijos — determinamos hacer la fiesta que corresponde a los ancianos que no pueden trabajar. allá se quedaron los pobres viejos, bien cerca uno de otro.
— ¿en dónde? — exclamé horrorizado — ¿en el mar?
y entonces supe que en la isla es de ley que los viejos mueran cuando ya no pueden proveer por sí mismos a su subsistencia. llegada esta época, los hijos les invitan a un paseo a la playa y lo realizan a la hora de la bajamar. van hasta la orilla de el agua, cantando y bailando, como yo vi, cavan dos hoyos en la arena o uno, según el caso y colocan a el ser o los seres que van a desaparecer, enterrando los cuerpos empieza la pleamar y cuando ya las olas barren la playa se retiran poco a poco cantando y recordando las buenas obras de aquellos que amaron.
— ¡pues amigo — dije yo —, bien hizo seguramente en no esperar la vejez en la playa tan inhospitalaria para los años!
— mire quién, para caer en ésas, — repuso el portugués.
y como habíamos llegado a y el viento huracanado comenzara a soplar en el canal levantando un oleaje que nosotros felizmente veíamos lejos, echamos el ancla, dispuestos a esperar horas mejores en aquel refugio seguro, que había saludado con tanto calor a el apercibir lo en lontananza.
dos albatros gigantescos pasaron en ese instante por sobre nuestras cabezas, con rumbo a el y la , que me los mostró en momentos en que describían una gran curva sobre las olas encrespadas que venían a morir a la entrada de el canal, me dijo:
— ¡ahí tienes, los chasques de el viento!... ¡van avisando a los marinos que el contramaestre de cuarto debe echar su vistazo a el velamen, si conoce su deber!... ¡para el hombre de mar, el albatros es pájaro sagrado y no permitirá nunca que delante suyo se le haga un tiro o se le ofenda de hecho!... ¡fija te qué lindos son y cómo siguen el compás de las olas, balanceando se!
fondeamos como a veinte brazas de la costa y resolvimos con ir a tierra a buscar algunos mariscos de esos que abundan en las pequeñas caletas arenosas o tienen su habitación en los grandes socavones de las peñas que avanzan sobre el mar y que éste bate en las altas mareas:
— vaya, traiga dos rifles, mientras yo boto la chalupa... aquí no es bueno bajar desarmado: los indios son muy canallas.
— ¿y habrá por aquí?
— es seguro. antes de la noche vendrán a el cutter y ahí se quedarán dando vueltas, hasta que los echen: ya verá. para despedir los hay un medio fácil, una especie de ley que los que frecuentan estos canales han puesto en vigencia a fuerza de hacer les barbaridades: se dispara un tiro. en cuanto oyen el estampido — que los ecos de el mar y la montaña prolongan indefinidamente y de un modo fantástico, mezclado a el clamoreo áspero de las aves marinas — se alejan aterrorizados. el procedimiento es ya cosa admitida: es como una especie de adiós fueguino.
dos golpes de remo bastaron para que atracáramos a una pequeña ensenada — rincón delicioso, donde el artista no hubiera encontrado una nota que agregar a la naturaleza — protegida por el manto verdoso de las algas, cuyas hojas largas y flexibles revolvía el agua a su capricho.
estábamos en la hora de la bajamar y las olas dejaban a el descubierto una ancha faja arenosa, extendida en suave pendiente, desde el pie de las peñas cortadas casi a pico, que formaban la costa y se presentaban cubiertas de líquenes caprichosos, de musgos con hojas como de seda y esmaltadas por millones de esos diminutos organismos marinos, que dada su estructura y colorido, más semejan despojos de el joyel de alguna diosa de las aguas, que manifestaciones palpables de las fuerzas de la vida.
sobre la piedra negra que formaba el cuerpo de los peñascos, resaltaban los surcos aquí rojos, allá verdosos y más lejos como jaspeados de colores indefinidos — que la paleta de los pintores no posee todavía — dejados a capricho por los chorros de agua que bajan de lo alto, culebreando — empeñados en su tarea demoledora y persistente — o por el vaivén contínuo de el oleaje que parece traer diluidos topacios y esmeraldas.
— ¿ve?... — me dijo —, ¡mira ahí, entre las algas!... ¿qué ves?
— ¡qué hermoso!... ¿qué es eso?
— eso es una centolla, un cangrejo riquísimo, que no se encuentra sino aquí en los canales, vagando entre el cachiyuyo. fija te bien: parece de lacre. yo he visto centolla de éstas, que tenía medio metro y he visto también un calamar de dos, que tenía un pico duro y corvo igual a el de un loro. son verdaderas maravillas de estos mares. este cangrejo, secado, es un barómetro seguro: cuando está el tiempo malo se pone rojo, casi cárdeno, y a medida que el tiempo se asienta, el color pierde su intensidad, hasta quedar en un rosa pálido, muy bonito.
y tomando el bichero lo sumergió, y pronto extrajo la centolla, que ignorante de el fin que la esperaba, estiraba y recogía sus enormes patas, las cuales, según pude comprobar lo más tarde, eran, un bocado delicioso.
— ¿ves esas algas?... agarra una hoja cualquiera y tira: tienen a veces un largo increíble y no se cortan sin gran esfuerzo. yo he visto, como a dos días de las , arriba de las , las puntas de estas algas sobre el agua y puedo asegurar te que la sonda no tocaba fondo y que era larga: algunos dicen que tienen hasta un kilómetro. aquí no son tan grandes, por cierto, pero lo son más que la hoja de cualquier planta de tierra. ¡y mira si vienen de lejos! ¡comienzan en el y se extienden por todo el océano con rumbo a la y a las tierras polares!
se detuvo de repente en su operación de arrancar lapas y mejillones de las piedras de la costa — que estaban como empedradas — y exclamó mirando a lo lejos, hacia el fondo de el puerto:
— ¡mira las avutardas cómo andan allá en las piedras!... también hay patos-vapores en la orilla... no: a esos sí que no los debemos dejar ir; vamos a acercar nos costeando. ¡los pichones de avutarda y esos patos, en la parrilla, son de chupar se los dedos!
y por la playa nos dirigimos hacia el punto señalado, teniendo la felicidad de tomar una joven avutarda — linda ave de color negro, muy cubierta de pluma y de gran vuelo — y dos patos-vapores.
estos son peculiares de la región y deben su nombre a el aspecto que presentan cuando huyen en el agua, pues siendo de escasa plumazón, no pueden volar. para impulsar se, se ayudan con un rápido aleteo, que semeja el movimiento de las ruedas laterales de un piróscafo y su cuerpo plomizo y rechoncho, coronado por el pico rojo, tiene algo de un casco con su chimenea.
a el encaminar nos hacia la chalupa para regresar, tuve la suerte de hallar un curioso ejemplar de estrella marina, que me hizo notar, pues la que yo había visto hasta entonces era pequeña, de un rojo sucio, casi negro y con manchas más intensas que le daban un aspecto singular. esta era grande, casi de una cuarta de diámetro, de color anaranjado y con pintas rojas:
— esta estrella no es de aquí. yo la he visto únicamente en el , donde tampoco es muy abundante. dicen que en su aparición coincide con la de las conchas de perlas, los pescadores le llaman, no sé por qué, " la madre de el coral ", esa madrépora admirable que fabrica bajo el agua palacios maravillosos.
cuando llegamos a el cutter, estaban a el costado, pero sin atracar, dos canoas de indios alacaluf, que los de a bordo, estudiadamente, se hacían como que no veían, explicando me en voz baja que era estrategia para sacar les a menor costo los cueros de nutria que tuvieran.
los indios eran cuatro en una canoa y tres en otra y yo, por su aspecto, no pude deducir si eran hombres o mujeres.
altos, musculosos, de mirada dura y casi bravía, nos presentaban sus caras completamente lampiñas y nos miraban con sus ojos redondos, sin cejas ni pestañas y que tienen la más extraña expresión que puede imaginar se.
no veíamos su vestuario, pues se mantenían en sus canoas, acurrucados a el lado de el hornillo que llevaban a el medio, arrebujados en una pequeña piel inmunda, ocupados exclusivamente, a el parecer en asar mejillones, sin cuidar se para nada de nosotros.
naturalmente, también nos jugaban estilo, a su modo, a los de el cutter.
de repente los remeros, que mantenían las canoas en posición merced a una pala corta que manejaban con gran destreza, hablaron entre sí en su lenguaje gutural — formado por sonidos ásperos que tenían algo de chirrido de aves marinas o de choque de agua sobre piedras — y un indio, poniendo se de pie en la canoa y mostrando la desproporción entre el tronco y las extremidades — pues no era alto sino que lo parecía cuando estaba en cuclillas — preguntó en una mezcla de español y de ingles, si queríamos cambalachar cueros por guachacay — que es el aguardiente infame que los chilenos introducen en la región y merced a el cual han visto desaparecer en su territorio, silenciosamente, las razas primitivas.
les declaró que no era comerciante y que no quería cueros.
— ¿no lobo?... ¿no nutria?... — dijo otro que estaba sentado.
— no.
— ¡bueno!... ¡regalo!
y el indio, poniendo se de pie, tiró a el cutter un cuero de nutria perfectamente seco y arrollado en espiral, con la parte de el pellejo para el lado de adentro.
esta manifestación fue correspondida con una galleta.
comenzó el negociado. gracias a la habilidad de y de el portugués, que eran tratantes eximios, adquirimos a costa de un poco de té, galletitas y una botella de guachacay, amén de unas copas consumidas sobre el terreno, unas diez pieles que llevaban escondidas y que sacaban recién cuando la tentación les vencía.
terminada la operación por haber se agotado la mercancía en poder de los fueguinos, les despidió con el adiós usual: disparó su revólver a el aire. las dos canoas, sin esperar más, bajaron hacia la costa y pronto los vimos atracar entre las malezas que bordeaban un arroyito que rumoroso caía a el mar, allá en el fondo de la bahía.
la había vivido algún tiempo en las misiones inglesas que desde hace treinta años desempeñan modestamente su tarea civilizadora en estas regiones — teniendo sus mártires — y conocía muchos detalles sobre la existencia de el indio de los canales.
esa noche, mientras hacíamos los honores a la buena cena que nos proporcionaron las aves y los mariscos, me los comunicó, instruyendo me en los misterios de la vida fueguina que, seguramente, no pasará a la historia con los mágicos colores con que han pasado la de y la de .
el indio fueguino forma tres razas que tienen caracteres propios y que no se confunden: el ona que habita las llanuras que caen hacia el ; el yaghán, que vive sobre el canal de y el alacaluf que puebla las tierras que vamos atravesando y que alcanzan hasta el canal de , que es para sus débiles embarcaciones una barrera infranqueable.
el yaghán y el alacaluf son indios de lenguaje y raza diferentes, pero de costumbres muy semejantes.
se alimentan de peces, mariscos y aves marinas y son navegantes: los primeros son tímidos, débiles y no forman, precisamente, tribu, pues viven diseminados; los segundos son fuertes, osados y tampoco se reúnen en grupos, siendo de carácter guerrero.
navegan en canoas de cuatro o cinco metros de largo por uno de alto y otro de ancho, formadas con la cáscara de el fagus o falso roble, que es el árbol abundante de la región, conocido con el nombre vulgar de cóigüe, generalizado por los chilenos.
no tienen quilla y son muy agudas de popa y proa — forma que necesariamente le da un plan ovoidal, el cual les permite deslizar se sobre el agua con gran rapidez y las dota de condiciones marineras muy recomendables, que ya las hubieran hecho adoptar como tipo de embarcación perfecta, si no fuera por las dificultades que opone su manejo — casi invencibles para quien no se haya criado aprendiendo lo.
, muy raro, es el extranjero que hasta hoy haya conseguido dominar lo: todos los que lo tientan, concluyen a el fin por abandonar el aprendizaje cansados de luchar con su canoa, que a el menor movimiento comienza a girar sobre sí misma sin avanzar una línea.
entre los indios, son las mujeres quienes se encargan de él y lo hacen por medio de una o dos palas cortas, según los casos, improvisando les también una vela cuando el viento lo permite y hay a bordo un pedazo de tela o un cuero de tamaño aparente.
mientras la mujer trabaja en la maniobra, los hombres van sentados en la parte media, rodeando un hornillo, formado por una tierra especial de la región, que parece una arcilla y que también les sirve para tomar las junturas de las embarcaciones o los pequeños rumbos que abre el uso.
horas enteras se mantienen en esta posición, asando pequeños mariscos que comen en cantidades fabulosas, y esperando tranquilos que les llegue una ocasión digna — que casi nunca les llega — de demostrar los bríos de el sexo, de los cuales se sienten no sólo orgullosos sino celosos.
entre los hombres fueguinos, la haraganería no es un vicio sino una prerrogativa, así como el trabajo y las privaciones son privilegio exclusivo de la mujer. la fueguina come después que su marido ha comido hasta saciar se, duerme cuando éste se lo permite, bebe cuando él la convida y se viste con los harapos que él ya no considera dignos de cubrir su importantísima humanidad.
es por esto quizás, que entre los yaghanes y alcalufes, las modas no existen ni se conoce la coquetería femenina. el vestuario se usa para librar se de el frío únicamente y a este resultado llega un hombre por medio de una vistosa pollera, como una mujer por medio de un mugriento pantalón de tela embreada — de esa que sirve para envolver fardos — como uno que vi en , vistiendo el cuerpo de una matrona yaghán y que en la parte más ancha y partiendo de un cuadril, ostentaba una inscripción que decía: frágil, con grandes caracteres blancos.
allí no se conocen nuestros convencionalismos sociales y el ser humano no obedece a otra ley que la de la imperiosa necesidad.
los indiecitos parece que ya nacieran conociendo esta verdad y pronto se independizan de el pecho materno — que no es muy constante tampoco — buscando se la vida en el fondo de la canoa donde nacieron y que es la casa de sus padres, abundante siempre en despojos útiles para sus estómagos poco exigentes.
la canoa — que es peculiar de la región y la única muestra de su ingenio que presentan los indios — fuera de sus armas y útiles, tallados en piedras o huesos de aves o de peces — no es tampoco una obra maestra de labor o de inteligencia.
el indio baja a tierra a el llegar el verano y elige un fagus aparente para su objeto. le hace una incisión circular en la parte inferior y ésta la liga con otra igual en la superior, por medio de un corte profundo y perpendicular: cuando viene el calor, la cáscara se desprenderá por sí sola y entonces el indio tendrá el cuerpo de su embarcación y también el material para fabricar se algunos baldes destinados a conservar el agua y para los usos ordinarios de su vida.
recogida la cáscara, hará un corte en las extremidades para formar la popa y la proa, colocará en el interior unas cuantas costillas de madera que la mantendrán abierta y luego coserá los bordes con barba de ballena, envolviendo los en varejones cuyas puntas le servirán para reatar y asegurar en ellas las extremidades que dejó libres.
con esta embarcación, una mujer para remera, un hornillo de tierra y sus armas — consistentes en arpones, chuzas y cuchillos, de madera o de hueso — el indio es dichoso y tiene la vida asegurada.
todo lo demás que adquiera, fuera de esto, será lujo, riqueza, fortuna.
para un indio, encontrar un vidrio o un pedazo de hojalata que puede afilar, es como para un cazador hallar un winchester, o para un ciudadano cualquiera hacer se de un empleo que le asegure la entrada a el restaurant todos los días.
— ¡pero es raro!... estos indios que estuvieron hoy me parecían muy altos cuando los vi sentados, y luego, de pie, me parecieron bajos.
— claro — dijo : hacen sólo ejercicio con los brazos y el tronco, por lo cual el busto se desarrolla bien. en cambio no les sucede lo mismo con las piernas que poco usan, estando siempre sentados en cuclillas.
— ¿y entre los que vinieron había mujeres?
— no había más que dos hombres: uno era ese que tiró el cuero y que estaba vestido con un jaquete color pasa, sin faldones y que en vez de pantalón tenía una pollerita de muchacha. el otro, era aquel que estaba envuelto en un pedazo de frazada — resto de algún cambalache como el que hicieron con nosotros.
— ¿y cómo conocen ustedes las mujeres, así, sin dato ninguno y viendo las vestidas de hombre?
— pero es muy fácil... vea; tienen en primer lugar el pelo más largo que los hombres y más embarullado, porque nunca se peinan, y después... el talle mi amigo!... ¡parece que no tuviera ojos!
y no pude menos que admirar la buena vista de el portugués, que llegaba hasta ver talle en una fueguina remadora cubierta con una chapón de marinero.
— ¿y sabe cómo se cortan el pelo?... ¡lo más cómodo!... agarran una costilla de ballena, la calientan y luego la pasean sobre el cráneo, sin tocar el cuero, a la altura que desean dejar el cabello. para éste tienen un solo corte: se hacen un cerquillo como los frailes y las cerdas les caen en flequillo, sobre la frente dando les un aire ingenuo.
— lo más particular que tienen estos indios — agregó —, es un conocimiento exacto de el buen o mal tiempo. yo no sé como hacen, pero miran el cielo que está claro, despejado, espléndido y dicen que no salen a pescar porque pronto va a haber tormenta, y no se equivocan jamás. este es el secreto que tienen para no naufragar: no salen de el puerto sino seguros de que en todo el día no habrá cambio.
— ¿y queda mucha indiada aquí en los canales?
— aquí, no. el indio les huye a las embarcaciones loberas, que son las que andan más en este lado. han peleado muchas veces y de ahí ha resultado que los muchachos les tomen rabia y cuando pueden les quiten hasta las mujeres. por eso se han ido para aquel lado de el canal : allí tienen más recursos y los misioneros ingleses los amparan.
y ante mis ojos se presentó de pronto, de relieve, aquella horrible lucha de el salvaje con la civilización que quiere atraer lo exterminando lo, o robando le su mujer y sus hijos y que todavía le acusa de bárbaro porque no se somete.
como esa madrugada comenzara a soplar una fresca brisa de el , el cutter abandonó mientras yo dormía. cuando salí a cubierta encontré que ya estábamos lejos de el seguro refugio.
el cielo plomizo, el mar casi oscuro, sin reflejos y la calma absoluta que reinaba, todo presagiaba la tempestad.
los albatros con su gran vuelo pesado, parecían como agitados y anhelantes: iban y venían describiendo círculos enormes, ya perdiendo se en las asperezas de la costa, que tenía un color cobrizo casi uniforme, ya deteniendo se como para hablar con los alciones, los petreles y las gaviotas, que revoloteaban en silencio describiendo grandes curvas, cuyo centro era nuestro barco, que iba con las velas recogidas por falta de viento y a remo, tratando de llegar a una caleta casi ignorada que y la conocían.
y de pie, empuñando los largos remos que crujían en las chumaceras, apenas ganaban líneas sobre la corriente, que era impetuosa.
— si sopla viento fuerte, muchacho — me dijo —, bajas a la camareta y cierras la escotilla: creo que vamos a tener un mal momento; ¡aquí las rachas no son como para esperar las jugando!
en ese instante miré hacia el punto donde el día antes había visto el y no le vi más, ni tampoco los islotes verdegueantes que como una alfombra se tienden a su pie. una espesa cortina de vapores se elevaba ahí, por delante de mi vista, muy cerca de el cutter a el parecer.
— la tormenta ha de estar lejos: no se oyen truenos ni hay relámpagos.
— esas cosas no se ven por aquí, son de lujo — exclamó —. aquí las tormentas son silenciosas como puñalada de pícaro. jamás he oído un trueno ni visto un relámpago.
una ráfaga de viento frío sopló sobre el canal, levantando la cresta de las olas.
— ¡mal comienzo! — dijo entre dientes la . la caleta está lejos todavía!
— armemos la vela y corramos el viento... ¡fuerza a los puños!
— ¡no hombre!... si ahí no más, a la vuelta de esa punta, está la caleta — repuso .
en ese instante vimos delante nuestro una canoa indígena, cuyo único tripulante no la podía manejar y que las olas arrastraban a capricho.
— ¡ese loco se va a estrellar o va a tener un sombrero raro en cuanto se descuide! — dijo la .
y no había concluído su frase, cuando un golpe de viento, que pasó silbando, alzó el agua como una neblina, empapando nos, y trajo hasta nuestro costado la frágil embarcación. cuando iba a chocar la arrebató con violencia y en alas de el huracán la vimos pasar como una flecha, hacia popa.
yo me había acurrucado cerca de el palo, no lejos de , y escuchaba, tiritando, el silbido de el viento que azotaba con ruido siniestro las bozas de las velas y sacudía un cabo que caía desde la perilla, cuando sentí un grito y vi a la , que, arrebatado por una segunda racha, en momentos que se paraba para mirar la canoa, pasaba casi por sobre , que iba en el timón y caía a el mar con un ruido que repercutió lúgubremente en mi oído.
quise parar me para ver lo que sucedía y una tercera racha me azotó, acostando me sobre cubierta y dejando me como alelado.
cuando me recobré, ya la , que había conseguido tomar un cabo que le arrojó, trepaba por sobre la borda de babor.
— ¡diablo!... — dijo sonriendo — ¡un zambullón!... cuidado cocinero; mira que si vuelas no vuelves: para eso hay que ser medio pájaro.
— ¿no se ha hecho nada?
— ¡no!... fue un bañito no más.
en ese momento doblamos una pequeña punta donde el mar rompía bramando y subía, blanco de espuma, casi hasta la cima de el peñasco que la formaba, bajando luego hasta el pie para volver a subir de nuevo.
con mano firme y ojo sereno conducía la embarcación en silencio, mientras los remeros, abstraídos en su tarea, se inclinaban y se levantaban, mojados hasta los huesos como lo estábamos todos, yo sin haber hecho nada y la después de su chapuzón.
una hora estuvimos bregando con las olas, que se arremolinaban sobre unas piedras negras, que mostraban su calva superficie no lejos de la orilla y a el fin enfilamos un pequeño canal que quedaba hacia la izquierda y a el cual el oleaje, quebrado en las rompientes de la entrada, llegaba apenas.
no bien estuvimos a cubierto de el viento, echamos el ancla y poniendo se de pie exclamó, dirigiendo se a la y estirando se para desentumir se:
— ¡cómo se te habrá aguado el rom que tenías guardado en la barriga!... ¿que lástima , no?
y, mojados como estábamos, procedimos a desayunar nos con los restos de la cena y a calentar nos con un buen jarro de café con rom que es el mejor enemigo de el frío y de la humedad.
, que había bajado a la camareta y consultado su reloj de plata — semejante a una cabeza de cebolla y a el cual, según su propia declaración, hacía quince años le daba cuerda todos los días a las diez de la noche, hora en que lo había adquirido —, exclamó:
— ¡son las once!... ¡hemos estado a el remo la friolera de tres horas!... vean que viento hay afuera. si no fuese por esta caleta... ¡hum!.. ¡creo que a estas horas estábamos ya en o íbamos llegando.
— y, ahora, conforme llueva, va a limpiar, repuso . ¡ya va a caer el agua!... ¿quien iba a creer con una mañana tan linda?... ¡cuándo el indio aquel que pasó, se dejó sorprender, cómo habrá sido la cosa!
y como su anuncio comenzara a cumplir se, oyendo se el tamborileo de la lluvia sobre la cubierta, bajamos a la camareta y allí, acurrucados, oíamos el crujido de el mar a el romper se en los arrecifes que se cubrían de espuma y el estallido como cañonazos de las olas que se chocaban y que retumbaba con ecos siniestros en las cavernas lejanas o volaban en alas de el viento rebotando de risco en risco y de ladera en ladera.
— y sigue no más — dije yo.
— ¡no!... ahora va a clarear, repitió .
— ¡esto no es nada!
— nada no, — replicó —. el viento ha sido de los buenos. claro; no es como uno que nos aguantamos en con y , hace dos años, pero, ¡ha sido bravo! ¡verdad también que no es este canuto infame!
— ¿entonces fue cuando resucitó el vasco ?
— sí. ¡que cosa tremenda fue! nosotros, por precaución, pues el mar estaba como hirviendo desde temprano, dejamos la playa y nos fuimos arriba de el acantilado, a una casilla que habíamos armado en sociedad: éramos once. estaba de jefe de el campamento , aquel cuyano que el año pasado fue fusilado por los muchachos de , en , por un robo que les hizo. era un bandido.
— ¡oh, oh! — repuso —, ya no tenía cabida en ninguna parte: no respetaba nada ni a nadie. a mí me contó el suceso su compañero . dice que los dos vivían juntos y trabajaban a medias un pozo que se les agotó; una noche volvió tarde y cuando vino traía como un kilo de oro y le dijo, mostrando se lo: " vea, compadre, mañana dejamos a estos roñosos y nos largamos por la costa ". no había concluido de hablar cuando llegaron cinco mineros y les rodearon abocando les las carabinas. ¡claro!... los prendieron y les quitaron el oro, que era robado. decía ¡que era una cosa bárbara! esa noche los juzgaron y a el otro día, a el amanecer, fue fusilado en la punta de el arenal, en aquellas piedras coloradas que hay hacia la derecha de la barranca. fue desterrado de el campamento, y solo, con su winchester y veinte tiros, tuvo que hacer la travesía hasta ; el viejo me dijo que en su vida había sufrido más; los pies se le habían desollado y si no hubiera sido por unos indios pescadores se muere de hambre.
— diga me — dijo —, ¿ese es un gallego viejo, que tiene una verruga en un ojo y es medio tartamudo?
— eso es.
— ¡buena ficha!... ese estaba también en cuando el asunto de , que les iba contando. el viento comenzó a soplar de una manera tremenda y nunca he visto una mar más brava; las olas llegaban casi arriba de la barranca y barrían la costa con una fuerza infernal, haciendo chicotear la cortina de raíces de árbol que, como saben, cae de arriba, chorreando el agua de las filtraciones. de repente vimos, un poco antes de cerrar la noche, que una chalupa se desprendía de el costado de una goletita como de veinte toneladas, que estaba anclada en la costa y que se dejaba venir. nosotros nos dimos cuenta: el barco estaría mal y los hombres le abandonaban. mal consejero es el miedo, ¿eh?... bueno... a el otro día, cuando aclaró, la goletita, que había sido arrastrada por el mar, estaba encallada como a dos cuadras tierra adentro, habiendo subido la barranca que tiene como quince metros en ese punto. solamente uno de los tripulantes se había salvado; era el vasco . dice que cuando vio mal el buque y que el viento no amainaba, comenzó a beber rom y que recuerda haber se caído cerca de popa, sobre una vela. después no supo nada más. los compañeros, seguramente, le abandonaron no pudiendo le llevar en la chalupa y eso le salvo, pues ellos, con los restos de la embarcación, estaban acostados para siempre sobre aquel arenal que hay antes de llegar a la boca de el cañadón. ¡esa sí que fue tormenta!
— ¿qué carga la de el vasco, eh? — dijo la ... ¡yo siempre he creído que los borrachos tienen un dios que nunca les olvida ni se duerme!
— ¡ ! — exclamo — ya paró el agua... ahora va a aclarar.
con los primeros rayos de el sol, levamos el ancla en la madrugada siguiente y abandonamos la caleta hospitalaria, recibiendo, a el salir a el canal, un vientito fresco que infló nuestras velas y parecía empujar nos cariñosamente hacia adelante.
por todas partes donde uno tendía la vista, veía las huellas de la tempestad: ya eran los montones de espuma blanca pegados contra las rocas de la costa a altura considerable, ya las fajas negruzcas de la resaca formada por los desgastes que el agua recoge en su largo trayecto y va sembrando poco a poco sobre las pequeñas playas escondidas o ya los pelotones de algas arrancadas por las corrientes y que vagan a el capricho de las olas, siguiendo su ritmo.
, que iba sentado cerca de la borda, metió de repente la mano en el agua y extrajo unas hojas que boyaban.
— vea qué algas bonitas. cada hoja parece de seda. son como de goma y las hay blancas, amarillas, rojas como sangre, rosadas... pegadas sobre papel, presentan, después de secas, las figuras más caprichosas: unas veces son arbolitos enanos; otras ramitas muertas de esas que arrastra el viento o armazones de peces raros. cuando vinimos de las con el capitán , en 1892, trajimos una colección formada por el médico de a bordo, que tenía cincuenta y tres clases diferentes.
— ¿anduvo usted en esa expedición?
— yo me contraté en . fue un viaje lindo y lo realizamos en un invierno y parte de un verano. ¡tierra rara, amigo! no hay ni un árbol; ni un pastito. el verano que allí se conoce es como el invierno más frío que usted se puede soñar; hubo días en que se nos heló el aguardiente, ¡figure se ¡no hay casi día durante seis meses y falta noche durante otros seis, pues las auroras australes — que es la claridad de el sol reflejando se en las llanuras de hielo, según dicen — iluminan el horizonte casi siempre y alumbran con una luz pálida y azulada, semejante a la de la luna cuando está velada por las nubes. ¡y si viera, sin embargo, cómo andan los pingüinos, las avutardas, los shaags y todos los pájaros de aquí! como nunca han visto hombres, se dejan agarrar sin miedo. también vimos una vez un zorro blanco, pero ése se nos ganó en un socavón y no lo pudimos sacar; después nunca vimos más animales. otros marineros contaron que en expediciones anteriores vieron osos, pero yo no vi nunca ni sus huellas.
— ¿y las costas, cómo son?
— ¡qué sé yo!... allí no se ve sino hielo. se conoce dónde es tierra firme, porque en la baja marea quedan descubiertas las piedras de abajo, casi siempre coloradas y porque los témpanos son chiquitos y muchos, debido a que los quiebran los golpes de el mar. capitán trajo muchas muestras de piedras y también lava de un volcán apagado que encontramos muy adentro. en una hondonada, cerca de éste, hallamos algunos musgos y líquenes de un color amarilloso y en la orilla de el mar, a una altura de más de mil doscientos pies, recogimos pedazos de madera petrificada. el capitán , que era hombre curioso, trajo de todo, hasta pedazos de una como lama verde que da una pequeña flor colorada y que decía el médico que era el pasto de el polo austral. en ha de haber muestras en algún museo, pues el capitán le regaló una colección a el gobernador de .
— ¿y qué andaban haciendo ustedes por allá?... ¡paseando no ha de haber sido!
— no. anduvimos cazando lobos que hay en enjambres y pescando ballenas. hicimos un acopio bárbaro. el contramaestre me dijo que el cargamento que venía: aceite, barbas, cueros y ámbar gris, sacada de el hígado de los cachalotes, valía más de cien mil pesos oro.
en ese momento alcé la vista y miré hacia proa.
pasarán los años y jamás veré espectáculo semejante a el que se presentó ante mis ojos: no hay fuente luminosa, no hay arcoiris, no hay sueño de la imaginación más exaltada, que pueda comparar se con aquella realidad que presentan las costas abruptas a el derramar sobre el mar cascadas de topacios, de esmeraldas y de rubíes. se hace una la ilusión de ver las brotar de sus entrañas, que relumbran como si fueran de nácar.
arriba, allá atrás, alzando sólo su cabeza nevada, se levanta el con sus tres picos desiguales y blancos, que desprende hacia el mar verdaderas llanuras de hielo, a las que el ojo no les ve fin, pues se confunden sus límites con las brumas que velan la cima de las montañas lejanas, esfumando se en lontananza. abajo se ven diseminados los islotes que forman el y que parecen ser los restos de algún otro monte enorme que se desplomara y cuyas ruinas y escombros el mar fuera impotente para cubrir.
aquí se alza una punta que parece un dedo; allá corre una sucesión de largas piedras negras que a el querer desviar las corrientes éstas baten como un martillo coronando las de espuma y que figuran las vértebras dorsales de un esqueleto gigante; más allá asoma una cabellera enmarañada y canosa, formada por una gran piedra brillante en que las olas se estrellan con furia, desmenuzando se, y más lejos un brazo amenazador, levantando una enorme maza, emerge de entre un hacinamiento de islotes pequeños, y parece querer cerrar el paso a las corrientes. el oleaje, revolviendo se impetuoso, lo embiste, saltando por sobre él y formando una especie de cascada, cuyas aguas, a el salvar la barrera, se alejan con ruido estruendoso, semejando ya una carcajada burlona, ya un grito de triunfo cuyos ecos se confunden poco a poco con el siniestro murmullo de las rompientes o el estridente chirrido de las aves marinas que buscan su alimento entre las tajaduras de los escollos o entre las peñas varioladas que el agua ataca imperturbable con su acción lenta y corrosiva.
sobre el canal, cuya superficie es apenas risada por la mar de leva, yerguen sus paredes cortadas a pico los glaciéres que vienen de el interior y semejan ríos helados que, bajando de los flancos de la montaña, nivelan los abismos y las cimas, tendiendo una sábana de colores variados desde la cumbre de el monte enhiesto.
aquí una tajadura presenta una esmeralda colosal de una altura de treinta o cuarenta metros, que sobre su verde intenso muestra el esmalte rojo de una ladera moteada de incrustaciones violetas o azules; allí, un picacho que parece tallado en facetas brillantes, descompone la luz en mil haces de colores distintos; más allá los arcoiris que, como una diadema, envuelven la cumbre de el alto cono, se reflejan sobre la masa blanca de un block gigante de una veintena de varas de espesor y lo tiñen con reflejos de aurora o iluminan con fulgores cárdenos los rebordes salientes, ofreciendo paisajes fantásticos, alumbrados con luces azufradas que tienen reminiscencias de relámpagos.
y, poco a poco la bruma que comenzaba a levantar se, fue nublando la luz de el sol y pronto el vistoso panorama desapareció de mi vista, como cubierto por aquel telón plomizo que de vez en cuando la brisa desgarraba, haciendo lo flotar ya sobre la cumbre de los cerros, ya sobre sus laderas ásperas e inaccesibles.
— lindas vistas ¿eh? — exclamó —. que no duran hasta más de las diez; en cuanto se levanta la brisa se velan con las brumas. este monte es huraño y celoso como una novia y, según dicen los indios, cuando uno lo mira se esconde.
las bordadas nos llevaban ya a la derecha de el canal, ya a la izquierda, pero nos permitían aprovechar el fresco vientito reinante, que, según declaración de , era el peor que podríamos tener cuando saliéramos a , cuyo nombre no mentaba sin visible temor y sin hacer la mueca peculiar que acompañaba a cualquier preocupación de su ánimo, aquella especie de sonrisa forzada que le llevaba hasta la nuca las extremidades de la boca.
doblamos el y contemplamos — tres cerros gemelos que se reflejan sobre el mar y parecen ser los guardianes de el canal , el cual abre su ancha boca casi sobre el océano que truena a lo lejos, batiendo desesperado aquella costa americana como triturada por el martilleo incesante de las olas.
aún llevaba en la retina la imagen de los montes que acabábamos de contemplar y que retratan en las aguas límpidas de el canal sus siluetas coloreadas, tiñiendo las con su luz maravillosa, cuando dijo — señalando me una isla que se alzaba ante nosotros como cerrando nos el paso y que mostraba sobre su superficie rugosa, ya paredes a pico donde veíamos sobre el gris uniforme de las rocas pizarreñas el zigzag blanquizco de las vetas cuarzosas, ya las hendiduras azuladas, formadas por el embate continuo contra la áspera muralla de granito rojo, ya los picos atrevidos de el interior, amontonados en confusión caótica y que parecían bregar desesperados por mirar la mar, empinando se los unos sobre los otros.
— esa es la isla y esos otros islotes que se ven más lejos, . vea qué capricho el de el ilustre marino que trabajó más en estos mares, ¿eh?... ¡dio el nombre de su segundo y el suyo a los peñascos más insignificantes!... dicen que fue un recuerdo de el naufragio de un bote en que andaban haciendo sondajes y que se les estrelló; el hecho es que lo bautizó así y que son los únicos recuerdos que hay en la región, de tan insignes navegantes... ese capitán era un tipo original: se mató en a consecuencia de haber se equivocado por una hora en la predicción de un ciclón... haber bordeado tanto la vida, como él, para venir a embicar de ese modo, ¿eh?
poco a poco seguimos avanzando y de repente, a el trasponer unos islotes y roquerías, el aspecto de la naturaleza cambió por completo. a los cerros cubiertos de vegetación, a los glaciares imponentes que bajan hacia el mar como ríos de hielo, a los montes que se presentan vestidos perpetuamente con su manto de nieve, sucedieron las rocas negruzcas, áridas, como calcinadas, en que el viento de el sudoeste no permite ni a los musgos desarrollar su vida sobria y misteriosa.
aquello es la verdadera imagen de la desolación y a la verdad que los viajeros que han conocido la región fueguina por esa muestra, han tenido razón para describir con colores sombríos la parte sur de el continente.
no es posible imaginar nada más desierto ni nada más árido: las rocas rojizas que parecen mostrar aún en su superficie las huellas de las revoluciones geológicas que han atravesado, no sirven de refugio a un ave, ni de asidero a un vegetal.
el viento salino de el océano reina omnipotente y arrastra sobre sus alas todo lo que puede contener un germen de vida: las rocas peladas relumbran como bruñidas por el viento que las barre.
franqueado el canal y abierto ante nosotros el de , mi espíritu se sobrecogió de espanto: recién el mar, con su voz tonante habló a mi oído y se presentó a mi vista revestido de toda su grandeza imponente.
las olas enormes, empujadas por el sudoeste, que reinaba furioso, venían a azotar los islotes de la entrada que parecen ser partículas de el continente, desprendidas por el oleaje incesante.
se elevan como montañas y, chocando con otras, formadas por las corrientes encontradas, se alzan, después de un estallido, en verdaderas columnas de espuma blanca, sobre el flanco de un peñasco abrupto que, poco a poco, carcomen, o sobre una roquería caprichosa que ya asoma su cabeza deforme o ya la oculta, semejando a un gigante medio sumergido que se complaciera jugando a las escondidas, mecido por el viento que silba a través de las ondas como impaciente por alcanzar la costa desolada.
— ¡yo no he visto jamás — dijo la —, un lugar más triste ni más miserable que éste! ¡da miedo, amigo, mirar a los costados!... fija te, muchacho: no se ve ni un árbol, ni un pasto. a veces, en alguna hondonada, suele arraigar un arbolito y los gajos que nacen para el lado de el sudoeste se doblan sobre el tronco y corren en favor de él; por eso es que parecen hombres mancos; la ramazón la tienen solamente de un lado.
— y los indios, ¿cómo viven?... ¡no ha de ser tan desolada la costa!
— ¿los indios? ¡no hay ni uno!... aquí, cuando más podrás encontrar algún náufrago o algún desgraciado abandonado entre las piedras: nada más. te dará una idea aproximada de este desierto pensar que en él no hay ni arañas. yo anduve una vez tres días con un compañero y no encontramos ninguna clase de bichos: hasta los mariscos parecen huir de las playas, porque son escasos... saca uno los montones de algas o recoge las que ha tirado el mar y que, como están secas, es la única leña que se halla y entre ellas no se encuentran ni siquiera caracoles.
— sepa — interrumpió — que el mar, aquí, no tiene desde ni un islote que lo ataje. se viene sobre esta boca de o sobre la de el , que está más arriba, sin hallar un solo obstáculo que aminore su empuje. en ninguna parte de el mundo hay un oleaje más bárbaro... ni en el , que es el que baña esa costa de donde vamos a bajar, si el cutter no se nos estrella por aquí... salvado este maldito paso, lo demás es como marchar con viento en popa.
tres días estuvimos luchando con el viento y con las olas para aproximar nos a algún punto de la costa que nos permitiera atravesar el canal frente a el océano inmenso; todo fue inútil.
el sudoeste estaba como conchabado, según la expresión de , que conocía aquellos vericuetos mejor quizás que los de el cutter que montaba.
bordeando, aquí para refugiar nos detrás de un islote de contornos garrapiñados, semejante a un chicharrón, dejando nos ir de bolina más allá, para tomar una caleta resguardada, o corriendo un largo para alcanzar a alguna ensenada sombría, como excavada en la roca viva, conseguimos, a el fin, guarecer nos detrás de una punta atrevida que se internaba en el mar y sobre cuya extremidad las olas, impulsadas por el viento y la corriente encontrada, formaban un remolino rugiente.
allá, lejos, tronaba el mar bravío, y yo, con y la , determinamos ir lo a ver en su siniestra belleza, desde la ladera de un cerro que se alzaba hacia el centro y en cuya cara opuesta a el mar llevaban una vida de lucha constante algunos pequeños arbustos, cuyo tronco rugoso indicaba bien a las claras que, aunque enanos, pertenecían por su tenacidad a raza de gigantes.
todos presentaban el mismo carácter: las ramas se desarrollaban, bajo el castigo de el rasante sudoeste, en la cara opuesta a éste y noté algunos cuya copa, en vez de ser redonda, formaba un ángulo recto con el tronco.
desembarcamos en un breñal áspero, casi cortado a pico, y ayudando nos con las manos y los pies, alcanzamos a una pequeña meseta que barría el vendaval y que parecía bruñida.
— ¡vea qué plumero el de el sudoeste!... se podría desafiar a la patrona más puntillosa a que encontrara aquí un grano de polvo, ¿eh?...
efectivamente: las piedras mostraban su esqueleto descarnado en la más horrible desnudez.
el ojo podía recrear se estudiando las líneas, trazadas como con regla, que formaban las aristas de los peñascos — semejando obeliscos, columnas tronchadas, pirámides caprichosas, minaretes, torres de castillos fantásticos — y podía seguir las vetas claras de el cuarzo o de la mica brillante y escamosa, que se entrecruzaban sobre el granito rojizo, formando arabescos y jeroglíficos indescifrables; pero no hallaría un reborde débil, un corte sutil que diera idea de delicadeza: la superficie pulimentada era la expresión genuina de la fuerza soberana, de el vigor acentuado, de lo claro, de lo neto.
allí no era la mano de la que había modelado, deleitando se con las resultantes de la armonía, sino el brazo poderoso de , complacido en el desorden y en el contraste chocante.
llegábamos a el cerro que anhelábamos, después de una brega fatigosa de la que nuestras ropas y calzados conservaban muestras tangibles.
con las manos y las rodillas ensangrentadas a fuerza de agarrar nos a las piedras esperas — ya para no despeñar nos a un hoyo profundo, como tajado a el pie de un picacho escarpado, ya para defender nos de el ímpetu de el viento que batía furioso y parecía querer arrebatar nos para agregar con nuestros ayes quejumbrosos, a el estrellar nos contra algún acantilado, nuevas notas a la música monótona de sus silbidos estridentes —, nos sentamos en un reborde y tendimos la vista sobre el océano que tronaba y mugía, lanzando espumarajos de rabia impotente a el estrellar se contra la costa fragosa, que podía carcomer lentamente, pero no arrollar, como parecía desear lo.
a un lado, allá, entre brumas azuladas, se veía la costa de la península de , alta, tajada sobre el mar como enorme muralla, recortada aquí, dentada allí, pero no mostrando líneas definidas en parte alguna y semejando un gran gusano peludo, replegado sobre sí mismo, que presentara a el mar su superficie rugosa y achicharrada; más acá, las roquerías negras, batidas por las olas con estrépito, paradero de los petreles y de los alciones que las recorren en silencio; y, abajo nuestro, hacia la derecha, un enjambre de islotes blancos de espuma, que parecen fragmentos de el continente, arrancados por el viento que silba y arrojados sobre el mar encrespado que descarga, intermitente sobre la costa la artillería de su oleaje incansable.
— ¡qué cosa bárbara!
— esto no es nada — repuso —. ¡si viera la entrada de el , allá en la isla de los , frente a el !... ¡aquello es tremendo! figure se el oleaje rompiendo contra un cono acantilado, que se alza a cincuenta metros sobre el mar, que allí no da fondo ni tiene valla que lo ataje y que alcanza casi hasta la cumbre, a poco que el viento lo ayude. le aseguro que es terrible y que el único punto que puede comparar se le es el , que queda en frente, una punta aguda que forma la entrada de el . azota el mar con tanta furia y la corriente es tan grande, que a veces las ballenas, cuyo empuje en el agua puede imaginar se, son arrebatadas y estrelladas contra la costa, encontrando se luego sus cadáveres boyando, y blanqueando las gaviotas y gaviotines, que se entregan, en medio de los gritos alegres, a banquete interminable.
— ¿y qué hay en esa isla de los ?... ¿hay población?
— ¡no!... ¡qué va a haber!... ¡si es un peñón que se levanta aislado: es un faro chileno que marca la entrada de el , , hay que dejar lo a la derecha, pues si no va a dar uno contra las rompientes de la costa: allí las roquerías salen muy afuera y el sudoeste arrasa como aquí. este maldito viento es el azote de el y de toda la parte austral, sobre el ... para contrarrestar lo hay que bajar casi hasta las tierras polares, como doscientas millas a el sur y tomar allí, recién, los vientos contrarios.
— me dijo vez pasada mi compadre , interrumpió la , que la vida en es un martirio atroz: él estuvo de torrero y dice que casi se enloquece, y eso que no es hombre delicado, como lo sabemos.
— ¡ya lo creo!... ¿ es aquel italiano flaco que estuvo vez pasada abandonado en las roquerías de el y que recogieron ustedes cuando la expedición aquélla, célebre, de el cutter " "?
— ¡el mismo!... ese se conchabó de torrero para y estuvo un turno de seis meses, ganando se 600 pesos; pues, con todo, no quiso volver más. ¡cómo sería la cosa! el que va una vez no se reengancha ni a palos. dicen que el ruido de el mar es tan grande, que los hombres se quedan sordos para siempre algunas veces y otras por tres o cuatro meses. el vapor " " — ese que vimos fondeado en — atiende a el servicio exclusivo de el faro, que el gobierno chileno cuida de un modo especial. cada tres meses va con víveres y correspondencia, se mete en una de esas caletas de la costa y espera un día de poco viento y de mar tranquila, como puede ser lo allí, por supuesto. se acerca y los de el faro dejan caer una jaula de madera, que se maneja con un guinche. en ella viene todo lo que quieren mandar a tierra y los de el vapor la cargan con lo que llevan. tienen que andar listos, asimismo, porque no es juguete estar se allí sobre las máquinas. después de esto ya no vuelve a saber se nada de los de el faro ni éstos ven gente, hasta el otro viaje, en que van en la jaula, junto con las provisiones, los tres hombres que relevarán a los que han estado desterrados medio año. el relevo lo hacen por mitad. la construcción de ese faro honra a y es una muestra de su civilización, pues no sirve tanto a sus intereses como a los de la humanidad entera.
— ¿y la luz de el faro se ve de lejos?
— casi a veinticinco millas. decía mi compadre, , que los albatros, las gaviotas, los alciones, los petreles y todos los pájaros de el mar, se van de noche en bandadas sobre el foco y que casi no pasa ninguna en que dos o tres no se rompan la cabeza contra la lente, que es su proveedora de carne fresca, pues estando a tanta altura no pueden pescar ni obtener mariscos. a su cárcel, cuando más, les llega la espuma de el mar que, a el romper se contra el peñón, en las horas de tormenta, suele salpicar les...! la construcción costó muchos miles, según dicen. ¡figuren se lo que habrá sido el transporte de los materiales, cuando todavía no estaba armado el guinche!
— ¡amigo...! ¿sabe que la vida allí ha de ser peor que morir se?
— ¡demonio...! ¿no le he dicho que los hombres de los faros se suelen enloquecer de aburridos...? ¡a éstos los cuidan muchos, pero así mismo...!
— ya lo creo — dijo —. a mí me contó una vez un torrero de el faro que hay a la entrada de el golfo de , en las costas de , que allí se habían suicidado, tirando se a el mar, cuatro de los cinco torreros que le habían precedido en el empleo.
el sol brilló en ese momento y el océano embravecido lució su manto inimitable, dejando me encantado con su visión fantástica.
los rayos, oblicuos, alumbraban por detrás las montañas de agua, que se precipitaban hacia la costa y ya se las veía azules como turquesas, verdes como esmeraldas o multicolores, pero siempre festoneadas de espuma que parecía formada de topacios y que se destacaba más brillante cuando alguna nube pasaba sobre el sol, oscureciendo le momentáneamente, pues entonces las olas eran como de azabache y más allá jaspeadas o cobrizas.
¡y los arcoiris, cómo desplegaban sus galas profusamente!
dondequiera que una ola saltaba hecha pedazos, dondequiera que una rompiente arremolinaba el oleaje movedizo, el ojo descubría la brillante corona, reflejando se ya sobre un peñón oscuro o ya titilando sobre las ondas bravías.
regresamos a bordo a el caer la tarde y después de hacer los honores a una sopa de meros que había pescado en una pequeña ensenada tranquila y en cuya preparación se había excedido, previendo el hambre que traeríamos a cuestas, nos tendimos a dormir y estoy seguro que ninguno de los tres excursionistas tuvimos esa noche un minuto de desperdicio.
a el tomar el café, en la mañana siguiente, dijo :
— si esto sigue como va, no pasamos ni en quince días. ¡el viento está clavado!
— no hay más que esperar —; repuso la ... — el mal no tiene remedio.
— eso no — replicó lentamente —. a mí me han hablado de un paso que hay por ahí arriba, por puerto y que va a caer a el medio casi de la bahía , en el otro lado...; podríamos buscar lo... entre estar metidos en esta caleta sin hacer nada, y hacer algo, hay alguna diferencia.
— ¡hombre! a mí me habló una vez de ese paso — dijo — aquel austríaco dueño de el " ", el capitán . estábamos entonces a bordo de un brick inglés que iba con lanas de y, recordando de estas costas, me contó que él, cada vez que quería pasar a el canal de , nunca daba la vuelta, sino que se metía por ese canalito y salía a el fondo mismo de la , frente a la isla aquella donde tiene su harem indígena.
— vamos a buscar lo, entonces — exclamó —. de aquí nos salimos con la trinquetilla, recostando nos un poco a los islotes para disparar le a la mar de popa y prontito no más estamos allá.
— es que yo no me acuerdo de cómo es la caleta de entrada de que me habló y nos vamos a andar voltegeando a riesgo de dar una cabezada...
— yo — dijo — lo único que sé es que se trata de una caleta chica que queda atrás de un islote grande: es lo que he oído decir.
después salimos de nuestro refugio, e impulsados por el sudoeste y la corriente, volábamos sobre las ondas, como tragando nos el espacio.
, que iba en el timón, llevaba la vista fija en los escollos y en las rompientes, evitando prudentemente toda maniobra que implicara un riesgo, y a el caer la tarde echamos el ancla frente a una caleta que, estrechando se hacia el interior, presentaba la boca como tapada por un islote que durante la bajamar quedaba casi arrimado a la costa, pero que en caso contrario era independiente.
lo recorrimos casi en toda su extensión esa tarde y tuvimos ocasión de hallar entre las tajaduras de sus costas verdaderos bancos de mejillones. que esa noche comimos a uso indígena: les echábamos entre el rescoldo y cuando sus valvas negruzcas se abrían era señal de que el manjar estaba a punto, y entonces, con un grano de sal y otro de pimienta, le saboreábamos con gusto, triturando a veces las perlitas de variados colores que contienen.
— estas perlas no son como las de — dijo — pero son buenas. he visto algunas de tamaño de un grano de maíz y las hay negras, blancas y rosadas. en se han hecho alhajas con ellas, según me han dicho.
— este marisco será algún día la fortuna de esta comarca — declaró —. abundan de un modo tal y es tan fácil su recolección que desalojará a las ostras. y mire que se reproduce, ¿eh?... los indios y los pájaros le hacen una guerra sin cuartel y la merma no se nota.
— y eso que los indios son estómagos... — replicó la .
— ¡vaya!... ¡a fe de , creo que primero se vería volar una ballena antes que un indio se declare hartado!
— en los paraderos indígenas de la costa, se conoce dónde ha estado el wigwam como le dicen a el toldo, por los montones de valvas que quedan. yo he visto en un mismo lugar tres montones de más de cuatro metros de circunferencia; parecían una cerrillada.
— y yo, — dijo — con ese que me enseñó la caleta que buscamos, corríamos una vez la costa de — cuando todavía no se conocía y recién se empezaba a hablar de el oro fueguino —, y a el pasar cerca de un islote que sólo se ve en bajamar, notamos que una india nos llamaba desesperada. atracamos y la alzamos, pidiendo nos entonces por señas, que la pasáramos a la costa y en cuanto fondeamos se fue. a el otro día, a el amanecer, volvió a bordo con cinco indios que no traían cueros y nos contaron que unos lectores les habían quitado esa muchacha y la habían llevado, dejando la después abandonada en el islote, expuesta a una muerte segura.
— ¡qué bárbaros!
— ¡si aquí suele andar una canalla terrible! — dijo la —. ¡así acaba también!
— los indios nos llevaron a su campamento para obsequiar nos con collares de caracolitos vistosos, de huesitos de ave y con muestras de su canoas y útiles de pesca, hechos en pequeño y que son, como los cueros, su base de comercio. allí vi unos diez montones de valvas enormes. les pregunté cuántos eran los que vivían en el wigwam y si hacía mucho que estaban acampados: me contestaron que eran nueve y que estaban allí desde el otro verano, es decir, un año poco más o menos... según mi cálculo y, según las valvas, que habrían comido más de dos toneladas y media de mejillones por cabeza.
— ¡qué brutos!... a éstos no les igualan ni los negros de , en la costa de — repuso —. en las colonias portuguesas que hay allí y en se cuentan horrores de la voracidad de esa gente. dicen que un negro solo es general que se almuerce un antílope, que es una especie de ciervo como el huemul de los chilenos, es decir, un ternero de año.
— diga me — interrumpió —, ahora que habla de el huemul, ¿existe ese animal o es una creación de los chilenos para adornar su escudo?
— ¿cómo no va a existir?... cuando anduve con el inglés en las puntas de , cerca de la cordillera, cazamos uno... me dijo que era huemul, a lo menos.
— ¿y cómo era?
— es un animal como el guanaco, pero más fornido... medio tirando a ciervo por el pelo y la alzada. los cuernos no son pelados sino en la punta y hasta la mitad los cubre un pelito fino. tienen la cara larga y la frente angosta y eso les da una expresión de inocencia o de tontera marcadísima. mi compañero, que conoció, era hombre campero y muy entendido en todas estas cosas de y él me decía que los indios tehuelches tenían a el huemul por un animal que se había caído de la luna y afirmaban que es tan escaso porque las hembras no tenían sino un hijo en toda su vida y eso en un año en que hubiera dos eclipses, uno de sol y otro de luna. me aseguraba también que no había conocido indio que hubiera visto nunca un huemul chico.
— eso no es extraño, exclamó . yo conozco muchísima gente que asegura que no hay nadie que haya visto un burro muerto de enfermedad o de viejo. dan a entender con eso que los tales animales no se mueren por un resfrío... o que se marchan de el inundo de un modo misterioso y sin despedir se... ¡y yo, a la verdad, jamás he visto ninguno!
— hombre raro era el inglés , ¿no? yo anduve con él en una expedición que hicimos para el lado de , en 1880, cuando todavía no era ; entonces me decían " el ". fuimos a cazar avestruces y guanacos, pues le habían encargado de una partida fuerte y también a agarrar baguales. nos fue muy bien... ¡vea lo que es la vida!... cuando el ingles, que había padecido tanto, se iba a retirar a el poblado, se le incendio el rancho y perdió todo lo que tenía... después supe que se había vuelto a donde vive todavía.
— ¿quien era ese inglés? — dijo .
— no sé — repuso —; era una especie de loco que decía que los hombres civilizados le daban asco. no se juntaba nunca sino con indios amigos o con alguno que otro desalmado, de esos que andan por ahí vendiendo o cambalacheando guachacay; por casualidad se juntaba con europeos, gustando le más andar solo.
— eso fue — dijo — desde que se le murió un amigo, , un francés que había sido su socio. antes no era así. yo le conocí cuando fue a ; entonces acababa de fundir se en , donde había ido de a poner un almacén. los porteños casi le apedrearon por unos artículos que publico en un diario ingles, en 1877, y se vio forzado a emigrar a el sur, viniendo se a . cuando se fundió gano el desierto y llevo una vida tremenda que los viejos de allí, que escaparon con vida de aquel celebre motín de presos — era presidio entonces — y los de , recuerdan todavía: los indios le tenían miedo... ¡como sería el nene! gano alguna platita y se asocio con , teniendo me de peón a mí. anduvimos mucho en esas tierras y hasta acompañamos en sus expediciones a el teniente y a el capitán , argentinos, en 1881 y 1882.
— ¿y quien era? — dije yo, pues me divertían extraordinariamente estos relatos.
— ¡que se yo!... era un francés y le llamaban así no se por que. entre el y se recorrieron toda la avestruceando y guanaqueando. eran peores que los indios. se iban adentro, allá por la cordillera, y agarraban baguales, los amansaban y se armaban de tropillas que les servían para cazar. esos baguales son chiquitos, pero resistentes y malos como diablos; con ellos no podían nada, sin embargo. son animales raros, esos: tienen el anca muy baja y son muy altos de cruz, probablemente por causa de el esfuerzo que hacen para trepar las cerrilladas, pues allí el campo parece una mar alborotada que se hubiera petrificado.
— yo conocí a en 1881, a fines, dijo . entonces andaba con un francés que no era ... se llamaba... ¡espere se!
— ¡ !... ¡yo le conocí también: monsieur ...! ya se había muerto: es verdad. fue con este con el que acompañamos las expediciones. era gaucho también y tenía la manía de buscar carbón y kerosene. cuando andaba en el desierto no dejaba vericueto en que no se metiera y siempre llevaba un quillango de guanaco en que había pintado un mapa con tinta de calafate... ¿no se lo vio alguna vez?
— ¿como no?... conforme acampábamos se echaba a el lado de el fogón y se ponía a dibujar.
y como a la madrugada debíamos penetrar, con la primera claridad, a la caleta que se abría ante nosotros y se perdía en el interior, franqueada por un murallón acantilado, abierto en la roca viva, nos fuimos a dormir, quedando se de guardia la , que tenía, entre muchas particularidades, la de velar durmiendo, pues estando sobre cubierta no había ruido insólito, por insignificante que fuera, que no le despertase.
con la primera luz de la mañana penetramos a el canal misterioso, impulsados por los largos remos, que rechinaban en las chumaceras, manejados por la y .
calamar a proa, con un bichero en la mano, a fin de prevenir accidentes, y en el timón y manejando la vela para aprovechar cualquier vientito favorable — por más que entre aquel cajón reinaba una calma desesperante — llevaban la vista fija en el camino a seguir, mientras yo contemplaba embelesado las altas paredes de piedra amarillosa, coronadas por las largas raíces de los árboles, que se veían casi suspendidos sobre el abismo y que enlazando se unas a otras, caían como inmensas víboras plateadas.
— el canal tuerce a la derecha, casi en ángulo — dijo — parece más bien que la caleta se acabara aquí, en ese desplayado...
— ¡mire el desplayado — replicó la !
— ¿qué, no ves que es un río de piedra, portugués bendito?... ¡es seguro que tuerce y se ensancha!... ¡ , ojo a la vela, ya sabes como son de traidores los chiflones!
y momentos después virábamos frente a lo que creyó un desplayado y enfilábamos la proa a una especie de bahía que, a lo lejos, aparecía como limitada por unas altas montañas que alzaban en el fondo sus cumbres coronadas de nieve. la brisa rizaba suavemente las aguas y permitió algunas bordadas que nos hicieron ganar bastante camino.
— ¡cómo no se cierre el canal, allá, frente a aquellos glaciares, estará bueno!
— ¿será como ahí, en eso de enfrente, quizás?
— ¿en dónde?
— eso que dijeron que era un río de piedra...
— y eso es, pues — exclamó la —. ¿qué, no ves? fija te que es como un cañadón que baja serpenteando por entre esos cerros grandes y por el fondo de aquella hondonada que va faldeando las sierras montuosas: no tiene agua sino cantos rodados, que vienen sabe de dónde, arrastrados de torrentera en torrentera. estos ríos de piedras forman el fondo de glaciares o neveras que han desaparecido y que no son sino ríos de hielo que, desprendiendo se de los flancos de los grandes picos, siguen por los desniveles, rellenando los. después encuentran los taludes de las montañas, sobre el mar, resbalan por éstos y caen arrastrados, lentamente, por su propia gravitación; por esto se dice que los glaciares o neveras caminan... luego llega un momento, a el cabo de los años, en que la masa de hielo se concluye, ya porque se ha cortado de el monte que la originaba o ya por otra causa, y cuando el último trozo ha caído a el mar, queda ese camino de piedras que a veces suele ser torrente impetuoso y a veces no, como en este caso que tenemos por delante, sin ir más lejos.
— ¿y el río de piedra baja hasta la playa?
— ¿playa?... mira, si estuviéramos en bajamar, verías. la barranca, ahí donde parece playa, ha de ser un acantilado de diez metros por lo menos. este canal parece excavado en el corazón de una montaña; fija te bien y observa que en todo lo que hemos andado y hasta donde alcanza la vista, por los dos lados, no se ve una tajadura: parece que fuese una grieta.
— yo he tirado el escandallo dos veces y no hay fondo... — interrumpió — y eso que tiene veinticinco brazas.
— pero es claro... — observó — ¿qué, no ven?... no hay ni marejadilla siquiera, ni rompientes, ni nada. el mar aquí es profundo.
en ese momento viramos sobre la otra costa y a el doblar una pequeña punta vimos un chorro de agua como de dos metros, que caía, blanco de espuma, desde una altura vertical como de veinticinco, habiendo abierto su continuidad un surco negruzco en la roca viva.
el agua, a el caer a plomo sobre la inmensa superficie quieta de el canal, lo hacía con un ruido ronco que retumbaba, y formando un borbollón espumante se iba poco a poco perdiendo en ondas concéntricas que muy cerca se perdían, siendo impotentes para mover la gran masa líquida que las rodeaba.
unas veces y otras corriendo pequeños largos, cuando la brisa lo permitía, alcanzamos a la tarde a el pie de una nevera.
caía a el mar por cinco o seis hondonadas separadas entre sí por peñascos escarpados que emergían de la capa de hielo, como agujas, esmaltando la aquí y allá y tiñendo la con colores negruzcos y rojizos en todos sus posibles matices y combinaciones.
más allá el canal volvía a estrechar se tomando la apariencia de una grietadura.
temiendo penetrar a ella sin luz, echamos el ancla en seis brazas de agua y fondo arenoso, en un pequeño desplayado a el costado de un gran block errático que alguna conmoción geológica había tal vez arrojado hasta allí en época remota.
la sombra de la montaña empezó poco a poco a extender se sobre el canal, cuyas aguas cristalinas reflejaban allá en el fondo y hasta en sus menores detalles, como una máquina fotográfica, las cumbres enhiestas que nos cobijaban, y cuando ya la superficie había tomado un tinte tornasolado, uniforme en toda la extensión que abarcaba la vista, una gansa seguida de una docena de pichones, que parecían copos de espuma, comenzó a atravesar a la otra banda, lentamente.
y pronto el agua fue perdiendo su hermoso tinte y la tiniebla reinó imponente y soberana: se hubiera dicho que estábamos en un mundo muerto, si no fuera por el golpear cadencioso de el agua rumorosa, sobre las piedras de la orilla y por el titilar de las estrellas que allá, abajo, en el fondo, brillaban con sus luces caprichosas, evocadoras de tanto recuerdo.
la grietadura por donde nos deslizamos en la mañana era tan estrecha, por más que fuera tirada a cordel y que las paredes se alzaran perpendiculares y casi sin presentar un reborde, que a cada momento parecía que íbamos a tocar con los remos.
y la , manejando los bicheros y haciendo fuerza con ellos, afirmando los en la pared, ayudaban a impulsar la embarcación lentamente, pues siendo la hora de la bajamar, la corriente nos era contraria y también la suave brisa reinante.
— ¡si sopla un chiflón aquí, salimos de este canuto como una bala — exclamó — si no nos estrellamos como un huevo!
— ¡bah — repuso — eso no importaría tanto!... el caso es que en estas paredes peladas ni siendo gatos llegamos arriba: deben tener lo menos cuarenta metros. parece que el cerro hubiera sido cortado con cuchillo y por uno a quien no le temblaba el pulso.
dos horas hacía que trabajaban los remos y los bicheros, cuando el sol nubló nuestra vista mostrando se de repente a lo lejos.
— ¡vaya, hombre... se nos acaba el tubo a lo que parece!
y tras un esfuerzo vigoroso salimos a una gran cancha formada por las paredes que habíamos venido costeando y que, a el abrir se, perdían su aspecto desolado y se convertían en una serie de colinas y cerrillos cubiertos de árboles, que bajaban hacia el agua en pendiente suave, mostrando aquí y allá barrancas chaflanadas que estaban indicando desembarcaderos.
— atraquemos por ahí, hombre, y descansemos, — dijo —; nos hemos ganado el día.
— a fe de : una botella de old brandy, viejo capitán, está indicada, como decía aquel doctor que nos curó de el escorbuto en el ; ¿te acuerdas?
— ¡ya lo creo! fragata " ", capitán , alias ! esperemos un poco y daremos fondo en aquella punta arbolada que se ve a la derecha.
aprovechando la oportunidad que se presentaba para hacer hablar a , exclamé
— ¿pero cómo diablos se explica que ustedes, andando lo que han andado en mar y tierra, no sean ricos todavía?
— ¡ahí tienes, pues! — repuso , como lo esperaba. ¡eso mismo digo yo! ve, yo soy viejo ya — nací el año 50 — y corro el mundo desde los catorce, en que entre como grumete a bordo de la " "; he lavado arena aurífera por toneladas, he muerto lobos, he pescado ballenas, he cazado guanacos y avestruces en , he sido tropero en el sur de , donde encontré a la trabajando con máquinas de matar vizcachas; en fin, he hecho de todo: he ganado plata a montones y no tengo un peso.
— ¡claro!... — dijo la —. ¿por qué no cuentas que has estado dos veces en tu tierra y que te dabas aires de príncipe y te gastaste en un año lo que no habías gastado en tu vida?
— ¡gran cosa!... eso fue cuando...
— ¡sería cuando quieras, pero fue! lo que hay, hijo, ¿sabes qué es?... ¡que somos loberos, que no tenemos patria, religión ni familia!...
— alto ahí, — gruñó — tiene ocho familias.
— ¡ya! o creo! — replicó el aludido — y todavía me parece poco. yo tengo temperamento matrimonial; lo que me falta es constancia, un pedacito chiquito de constancia. esto mismo me decía el señor , en , cuando me tuvo de mayordomo en su estancia de el .
— bueno — prosiguió la — nosotros somos loberos de raza, hemos nacido aventureros, andariegos, y no nos pararemos sino para dormir: ésta es la verdad. uno de nosotros está dos o tres años en el desierto, en el polo o en el diablo, gana un centenar, un millar de libras y se va a un puerto — el primero que halla — y no sale más hasta que se le acaban. eso es todo. a nosotros nos falta freno; personificamos el libre albedrío y marchamos en la vida empujados por nuestras pasiones exclusivamente. , por ejemplo, se llena de plata en un viaje y se va a el oriente a arrendar un harem en una barbaridad y a quedar a los seis meses vestido de turco, pero sin un chelín: yo lavo oro por ocho o diez mi! pesos y voy a y lo juego a el monte en una hora; gana una fortuna recogiendo de a un centavo en todos los pueblos de el orbe y luego se va a y! os gasta en hacer se llamar señoría y en chupar botellas de con el retrato de su rey ; corre bordadas en todos los mares, trabaja en el , pesca bacalao y ballenas, caza guanacos, corre una caravana de el demonio y luego que repleta el bolsillo, no se va a su casa sino a cualquier ciudad grande y comercial y allí se dedica a especulaciones importantísimas que a el mes lo dejan como nuevo... ¡no hombre!... nosotros hemos nacido para loberos y mineros: ¡para nada más!... ¡por más plata que ganemos no seremos ricos nunca hay que convencer se!
— ¡eso no!... ¡alguna vez que ganen bastante se sosegarán!
— ¡cómo no!... ¡ y yo hemos tenido fortuna cinco veces, el portugués cuatro y quién sabe cuántas y ya nos ves!
hizo una mueca característica y dijo con toda gravedad:
— ¡vea; los hombres son como vienen a el mundo y no hay vuelta que dar le!... yo tenía una vez un amigo en , cuando recién se habían descubierto los lavaderos... ¿sabe?... ¡bueno!... habíamos lavado mucho oro; todos veníamos muy contentos, y él — que se llamaba — también y quizás más que nosotros, porque pensaba hacer muchas cosas buenas y ser feliz... tenía padre, madre y también una novia, una sola novia como los hombres que quieren verdaderamente a las mujeres... mientras estuvo allá no bebió nunca, ni jugó: vivía conmigo y yo lo sé. ¡bueno!... cuando vinimos, no traíamos nada: bebidas no había y de víveres andábamos así no más, a media ración. llegamos a , que con sus tres boliches de mala muerte nos parecía la city de . ¡bueno!... allí, a el mostrador y dijo a el almacenero que ya no quería vender más guachacay sino muy caro, sabiendo que a los mineros no hay cosa mejor que encaprichar los para desollar los vivos:
— ¡dé me una copa de guachacay!
— ¡no tengo más!
— ¡si me da, le lleno de oro la copa en que me sirva!... busque una grande, que! e conviene.
y como lo dijo lo hizo aquel mi amigo, a quien, sin embargo, todo el oro que encontraba le parecía siempre poco para llevar les comodidades a los suyos... qué cosa, ¿eh?... los mineros siempre parecen juiciosos y a lo mejor... ¡cataplún!
— son como el loco de ... como dicen en mi país, exclamé riendo.
echamos el ancla y saltamos a tierra, con excepción de que se quedó de guardia y se entregó a su ocupación favorita: pelar papas, pues este vegetal era, para él, la base más importante de su cocina cosmopolita.
a pocas varas de la orilla comenzaba su reinado la selva fueguina cuya exuberancia, aun cuando parezca paradojal, dado el clima de la región, cuya temperatura media no es ni siquiera la que corresponde a un clima templado, tiene gran semejanza con las más lujuriosas de los trópicos.
los grandes árboles de tronco blanquizco, que elevan su copa a veinticinco y treinta metros de altura, apenas dejan entre sí el espacio suficiente para dar paso a una persona y alzan, allá arriba y como un penacho, sus cabelleras verde oscuras, formadas por hojas finas y cortas, semejantes a las de esos pinos que, como curiosidad, se cultivan en nuestros vastos jardines.
no tienen, como las selvas de el trópico, variedad infinita de familias o de tribus: aquí el árbol tiene sólo un carácter y un aspecto, lo que da a la agrupación algo de monótono y de triste. como excepción, se nota entre el boscaje uniforme algún arbusto que desdice de el tono general o algún árbol que difiere de los demás por su forma o su contextura; ya es un manchón verde claro que se destaca, ya uno medio amarilloso que casi desaparece bajo el manto bordado de los helechos que lucen orgullosos su vistoso ropaje.
el suelo no se presenta como en aquéllos tampoco, sino que lo tapiza una capa de pastos variados y multicolores que llega a tener hasta un metro de espesor y que se extiende lozana sobre otra traidora — los turbales, formados por el pastizal muerto y las hojas de detritus de el bosque — en que el viandante desprevenido puede hundir se hasta el cuello.
— estos turbales son tremendos — dijo : no dejan caminar y por eso son una dificultad enorme para los viajeros. aquí, o se anda a pie o no se anda; el caballo y la mula son inútiles... la turba es el origen de el desierto de estos montes y no desaparecerá sino con ellos y cuando los animales se coman el pasto y no le dejen acumular se. como hoy no los hay y las lluvias son frecuentes y el sol no evapora el agua, se forman esos verdaderos pantanos de hojas.
e inclinando se sobre un tronco que estaba caído — cuya cáscara andaba quizás por los canales sirviendo de canoa indígena — me hizo notar que casi desaparecía entre el pastizal, y cortando una plantita me dijo, enseñando me la:
— ¿ves?... esta es la violeta amarilla, que en el mundo entero no se halla... es planta de aquí no más, como la frutilla silvestre, que es especial... fija te cuánta clase de gramilla distinta; hay, desde el alfilerillo hasta la pata de araña y la cola de zorro; es una delicia... cuando este país sea conocido, será uno de los más ricos de el mundo.
en ese momento, , que se había alejado, regresó con una buena provisión de huevos de avutarda que había recogido en un pequeño descampado y volvía gozando de antemano con una tortilla monumental que ya veía con la imaginación tendiendo su fleco dorado sobre los bordes brillantes de la sartén.
— ¡miren qué bolada!... traigo una docena; a le daremos la noticia poco a poco, pues ea capaz de enloquecer se.
y cuando llegamos a el cutter, el aludido nos recibió haciendo nos señales de silencio y luego en voz baja nos dijo:
— ¡ni hablen!... ¡tengo miedo que se me escape!... he pescado un róbalo que pesa lo menos una arroba y allí, bajo de los árboles, he hallado hongos; hay como una media cuadra.
— ¡gran cosa!... ¡nosotros hallamos huevos de avutarda!... ¡ojo a la tortilla!
y , que era el hombre eximio de la cocina, fue a su puesto a preparar el almuerzo con que todos soñábamos, mientras el cutter con todas sus velas cargadas y aprovechando el vientito que reinaba, corría sus bordadas imperturbable desde una a otra orilla de el canal.
cuando el almuerzo estuvo a punto, plegamos las velas y nos detuvimos a la entrada de una pequeña bahía que parecía un inmenso socavón. el agua debía de ser profunda: ni una ola rizaba la superficie uniforme que reflejaba en el fondo, como un espejo, el cielo azul, sin una nube, y más cerca, el velamen de nuestro barco, en que se veían hasta las costuras de los remiendos y la barranca rocallosa con su cabellera erizada, formada por el gramillal florecido.
— ¿la avutarda es un pato, no?
— propiamente tal vez no, porque carece de natatorias; pero es ave de el agua: siempre anda en la orilla, comiendo caracolitos y mariscos.
— ¡y cómo vuela! — agregó —. yo he encontrado avutardas en , en el sur de y también en la . me dijeron que allí llegaban muy flacas a principios de el ' invierno y que conforme se acercaba el verano comenzaban a volar hacia el sur. estos diablos se van a invernar y vuelven gorditas a pasar el verano en amores. los batitús, los chorlos y las becacinas, que acá abundan también, las acompañan siempre en los viajes, así como los patos reales. algunos que los han visto haciendo la travesía afirman que vuelan en bandadas tan grandes que oscurecen el sol. aquí, habiendo monte, a el hombre no le falta qué comer; ¡mire que hay aves, eh!
— ya lo creo — dijo —. y eso sin contar las águilas, los halcones y los buitres que vienen a llenar se el buche con zorzales, chingolos, cardenales y calandrias.
— ¿han estado alguna vez en la , esa que queda por allá, cerca de el golfo ? — preguntó .
— yo he estado — dijo la . — ¿has visto los caranchos cómo son?
— sí, son blancos.
— ¿qué cosa rara, eh?... en ninguna otra parte hay caranchos de ese color; a lo menos yo no he visto.
toda esa tarde navegamos entre bosques enormes, donde hoy no se oye más ruido que el martilleo de los carpinteros horadando con sus picos agudos los troncos de las hayas seculares, el chillido de los loros y el silbido de los cardenales, que se asientan en bandadas inquietas sobre los árboles pequeños en los claros de el monte y pensaba entre tanto, en el día, no lejano tal vez, en que aquella riqueza exuberante llame la atención de el capital — el dios moderno — que con su varita mágica todo lo transforma.
a el caer la noche alcanzamos a el fondo de la gran cancha que habíamos atravesado y nos guarecimos a el costado de una barranca escarpada.