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cierta noche daba se, en calle muy principal de esta ciudad de la , desusado espectáculo.
grande espacio de acera, situado frente a un flamante establecimiento, ocupaba lo abigarrado grupo de curiosos en el cual no reñían de ver se juntas, apiñadas, la camiseta de el trabajador, a esa hora ocioso, y la levita de el bien puesto transeúnte que se dirigía a parques y teatros.
y tanto como los trajes chocaba la variedad de rostros que allí asomaban, desde el rojo sanguíneo de el vizcaíno o catalán dedicados a transportar muebles y víveres en carros, y el pálido anémico de el asturiano dedicado a la labor de el tabaco, hasta el negro intenso de el descendiente por línea recta de o el amarillo lustroso de el asiático importado directamente de o de .
cuando los carros de el tranvía, con sus lucecillas rojas y verdes, deslizando se suavemente sobre los carriles pulidos y brillantes, pasaban cerca de aquel lugar de la calle atestado de curiosos, los conductores no cesaban de sonar el timbre, advirtiendo a los de la acera; los cuales se oprimían, se codeaban y despedían carro y pasajeros con nutrida siba.
luego volvían a ocupar, tranquilamente, su puesto de observación.
era el establecimiento, frente a el cual se agrupaban los curiosos, de dos pisos y de fachada elegante y sencilla.
la planta baja formaba la vasto salón de suelo de blanco mármol, iluminado por una grande herradura de luces que avivaba los variadísimos colores de las telas repartidas en anaqueles vistosos y de dorados adornos.
un ancho mostrador, colocado en igual disposición que las luces, esto es, en forma de herradura, corría ante los atestados anaqueles.
sobre el mostrador y con cierto abandono que no podía menos de ser estudiado, veían se enormes tijeras, barnizados metros y piezas de género medio desenrolladas para que entre sus pliegues y papirotazos intencionadísimos jugase la luz y mostrasen, con ventaja, su calidad y pintas caprichosas.
en los armatostes, unos con vidrio y los otros sin él, aparecían, a manera de infolios de pintarrajeado lomo, grandes piezas de género.
hallaban se coleccionados cuidadosamente como tomos de extensas obras, los driles, casimires, holandas, nipes, percales, alpacas, tarlatanas y demás telas de nombre revesado cuyo índice, por riguroso orden alfabético, constaba de un pesado librote de punías de cobre, sostenido y abierto a guisa de evangeliario en un atril colocado a el lado de una carpeta de cedro.
sólo interceptaban la entrada de la alegre tienda dos estriadas columnillas de hierro, atrevido basamento de el piso superior.
tal amplitud y holgura atraían de modo que hasta los más indiferentes transeúntes se detenían un instante y miraban con curiosidad lo interior.
aleccionados de antemano, parapetados tras el mostrador, en su puesto de combate ante los repletos armatostes, vestidos con esmero, fijos en los menores gestos y advertencias de su principal, veían se unos dieciocho a veinte dependientes.
nombraba se este principal , hombre de nariz roma, de verdes ojos, abundantes cejas, frente huesosa y hendida en cruz y cuyo rostro, en conjunto, daba le marcada semejanza con esa clase de perros llamadas bulldogs, fieles a el amo y dispuestos a caer sobre la presa para no soltar la.
antes de que se abriera las puertas de la tienda bien había instruido a sus dependientes:
— hay que ser amables y corteses, ¡rayos!, con el marchante: eso sí, nada de confianzas, ni de propasar se. porque el que me falte en la tienda lo reviento como hay y el que me haga perder la paciencia lo hundo... como me llamo .
entendió se a maravilla este lacónico discurso, apoyado por los gestos de aquella cara chata, huesuda y musculosa de el principal, y los más temibles de sus brazos cortos y nervudos, que a el dar puñadas sobre el mostrador hicieron retemblar metros y tijeras.
presentaba a el público toda la amabilidad posible en su imponente cara. a pesar de este defecto de organización, hallaba se, por lo común, de buen humor, pero aquella noche andaba dado a los diablos.
había fijado de antemano día y hora para la apertura de su famoso establecimiento, y tuvo que levantar se antes de el alba con la mitad de sus dependientes a disponer, en orden unos, en artístico desorden otros, todos los géneros en los armatostes.
hasta que se abrió de par en par la ancha puerta de la tienda no disminuyó la fiebre que tenía de arreglar lo todo, de arreglar lo a su gusto, por sus manos.
a durar más el ordenamiento y habilitación de la tienda hubiérale sobrevenido a algún mal grave. llenos los cabellos de paja, de hilas, de papel de , de polvo, subía y bajaba de los anaqueles, disputaba vivamente con sus dependientes, les regañaba, les insultaba, corría por el mostrador, saltaba a el suelo y desde lejos cerraba un ojo, ladeaba la cabeza y contemplaba, como entusiasta dibujante sus diseños, los géneros apilados en los anaqueles y los desenrollados a medias que caían en chorros de estudiados pliegues.
en la cañería de el gas, que le pareció a más de desairada utilizable, colgó nubes, mantas, pañuelos, medias, que, abrillantados de noche por la cercana luz de los bombillos de cristal cuajado, lucían sus listas, cuadrados, círculos, puntos, sus grupos de pájaros, pisos de pagodas, racimos de frutas y guirnaldas de flores.
, el otro socio, el capitalista, el verdadero principal, recorría afanosamente la ciudad buscando se entre los de el gremio, con quienes en breve entablaría competencias y negocios, amistades, apoyo y simpatías.
habló a los periodistas invitando les con empeño a que asistieran a la inauguración de el establecimiento y no dejaran de comunicar sus impresiones a el marchante, en su calidad de suscriptor de periódico.
por aquellos días no hablaba de otra cosa que de su tienda: en el ómnibus con el cochero, en el café con el dependiente que le servía, en el tranvía con los conductores o pasajeros de los lados o de el frente. hablaba viniera o no a cuento, fuera atendido o desairado, conociera o no conociera.
llamó un par de bobos, y , muy populares en la ciudad y mortificados de ociosos y pilluelos, y por las sobras frías de un mal almuerzo les comprometió a echar anuncios por puertas y ventanas de casas, por cafés y teatros, por parques y paraderos.
y aquel par de infelices anunciantes cumplieron honrada y activamente su encargo.
además, gacetillas a granel, reclamos misteriosos, acertijos, carteles a dos colores y pegados en paredes, esquinas, árboles y columnas. ¡ojo! ¡ ! ¡ !, leía se por todas partes.
¡ah, cuántos esfuerzos! ¡qué faena la de aquellos días! don , y los dependientes sentían se como apaleados.
aquellos golpes, aquellos gritos, aquel calor dentro de aquel local espacioso pero cerrado, donde respiraban, sudaban, bufaban, tanto hombre en activo movimiento para colocar los géneros y abrir los fardos, les aturdía y les quebrantaba.
a el fin vieron todos coronados sus esfuerzos. la tienda abrió sus puertas en el día y hora señalados. y aquella bocanada de aire fresco de la noche que penetró en la caldeada y aturdidora tienda, fue sorbida con fruición deliciosa, con verdadera ansia por los pulmones de tanta gente sofocada y que ya llevaba muchos días de encierro y abrumador trabajo entre aquellas cuatro paredes que la incomunicaba con el mundo.
la solemne apertura de la tienda estableció libre comunicación con la calle dejando ver su movimiento, trayendo sus ruidos y fue grande alivio para aquel grupo de hombres estropeados.
ahora el trabajo sería ya menos penoso, la venta les distraería y no necesitaban encallecer se las manos ni derrengar se el hombro para obtener un buen sueldo, de el cual ahorrarían no pequeña parte.
, el más grave e implacable, según cumplía a su carácter de socio principal, casi dueño, paseaba se, con las manos cruzadas detrás, de un lado a otro de la tienda.
y se enorgulleció a el echar la última ojeada a los mostradores, la vidriera y los anaqueles.
la satisfacción y contento de los dos socios crecía de punto. habían logrado hacer ruido, llamar la atención. el bermellón de los percales y el ocre de los rasos, bajo la influencia de las fuertes rayos de luz que disparaban los reflectores de la abiselada vidriera, parecían clamar a grito herido la protección de el marchante.
pero lo que llamaba más la atención era un grande, un colosal letrero, formado con mecheros de gas colocados en la baranda de el balcón, en el lugar más visible y saliente de la fachada.
aquel letrero, levantado sobre la calle, asaetaba con los rayos de su luz a el transeúnte, y más que todo a el grupo abigarrado y bullicioso, y decía: la moralidad comercial.
el viento barría a veces las llamas, apagaba unas letras, extinguía otras, hacía las trepidar, ondular, daba les color indefinible.
y cuando soplaba muy fuerte, se llevaba la parte amarillenta, brillante, de la llama, dejando tan sólo su azulosa base.
mas, a pesar de los repetidos ataques de el viento, el obstinado letrero reaparecía: la ... la ... la .
poco después de abierto el establecimiento comenzó a llenar lo gente atraída por los rimbombantes anuncios de los periódicos, los carteles y las invitaciones personales de , que, a no ser por aquella parsimoniosa gravedad que convenía a su carácter de socio principal, hubiera se dejado arrastrar por su gozo y le hubiera abrazado y besado...
ya estaba allí, ya le había atraído, ya le tenía medio agarrado... ¡oh! ¡el marchante! había que ser complaciente y galante con él. por eso, en el piso alto, en la sala de las habitaciones que tenía destinadas a su familia, su mujer y su hija, encerradas, ocultas aquella noche de fiesta, con absoluta privación de tomar parte en ella y severa orden de no dejar se ver, había dispuesto una gran mesa con dulces sustanciosos, es decir, de una masa que sintiendo se a el masticar la, satisfaciese en pocos bocados.
además, un fuerte, de las cuatro , amantillado y rabiosamente encabezado. y para la gente de el bronce, como llamaban y a los amigos de el gremio, botellas de , turrón de almendras y avellanas y frascos de la y la .
recibía y atendía a sus colegas, corresponsales y otras personas graves y serias, hablando les con mucha formalidad de los contratos y negociaciones en que había empleado cerca de un año para poder montar su establecimiento a la altura de los mejores de las metrópolis europeas.
, más vivo, más ligero y decidor, entendía se las con el bello sexo, pues las muchachas de los barrios de y parecían haber se dado cita en el nuevo establecimiento: bien es cierto que en dichos puntos había sido más activa la propaganda de .
cuando lo juzgaron oportuno los amables y generosos dueños de el flamante establecimiento, se invitó a los concurrentes a hacer los honores de la mesa.
a el subir, a el pie de la escalera, hubieron de detener se un instante, porque disputaba con un pobre negro, medio beodo, que se fuera a sentar a otra parte, que dejara libre el paso, cosa que a el fin hizo de muy mala gana.
ninguno de los presentes necesitó mucho ruego para saborear aquellos dulces, y muy pronto quedaron servilletas y platos desvalijados y en desorden.
alguno brindó a la futura prosperidad de , y nadie escatimó cumplidos a los dueños de la tienda.
pero entre las felicitaciones llovían encargos.
una señora gruesa y de alguna edad dijo a el oído a , que cuando sobraran cortes de vestidos que nadie quisiera, ella sí los quería: le servirían mucho, porque tenía una prima muy curiosa...
— oh, sí, señora, pierda usted cuidado, y yo hemos acordado destinar un día de la semana, los lunes, para vender retazos.
a le encargaban otras señoras los muestrarios que no quisieran, para añadir sus piezas y hacer colchas.
y así que los invitados hubieron hecho los honores de la mesa, rogó se les que pasaran a examinar los departamentos de la tienda.
— éste en que nos hallamos está destinado a almacén; aún quedan en esos dos cuartos, cajas y envases que no han podido abrir se: hay géneros de superior calidad... no se los enseñamos porque está todo a oscuras, desarreglado... bien, señoras, yo las dejo a ustedes y que les enseñe lo demás.
, obedeciendo a la indicación de su socio, hizo un gesto cortés y rogó a los visitantes que bajaran a los talleres de sastrería y camisería. arriba poco quedaba por ver: aquel departamento de enfrente tenía las cosas de ínfimo precio. le llamaban .
los talleres de el sastre y de el camisero eran un par de mesas de dos metros, custodiadas por maniquíes de barbas amarillas, ojos de añil, chapas de bermellón y barnizados como santos.
el camisero era un joven de aspecto simpático, y a legua conocía se le el empeño que tenía en hacer notar su camisa bien planchada, almidonada, obra de sus propias manos, y de la cual no debía perder se el más mínimo detalle.
— el otro que podéis ver aquí enfrente — explicaba —, es nuestro taller de sastrería, surtido de las mejores telas inglesas y forros de seda para invierno; driles y alpacas para el verano; no se confecciona un traje mejor y a más módico precio en ningún otro taller de . tenemos importación directa y cortador número uno.
el sastre, como el camisero, mostraba una obra de sus manos en el traje que vestía, lo mismo que el maniquí colocado a su izquierda. andaría el que quisiera averiguar cuál de los dos estaba más tieso y desempeñaba más a conciencia el encargo de lucir el corte de la ropa.
y cuidado, que a más de el sastre y de el maniquí acreditaban por la ciudad la marca de fábrica, dos enfatuados con la morbidez de sus formar, en justa compensación de haber les sido regalado generosamente el traje.
— ¿dónde te hicieron ese flus? ¡te está pintado! — preguntaba se a aquellos maniquíes o carteles ambulantes, y ellos, agradecidos, ponderaban la tijera de el hábil sastre que les había hecho tan valioso presente.
era el sastre hombre de barbas y muy serio. todo un distinguido artista, como aseguraba , sin curar se, para elogiar lo, de que se hallase en presencia suya. mas esto no importaba, porque embebido el artista en la tarea de cortar un paño, oscuro y grueso, por la línea trazada con un lápiz azul, no oía a el entusiasta cicerone de el establecimiento.
— ahora, señores, sólo me resta ofrecer a ustedes nuestra tienda; en ella encontrarán constantemente variado surtido de los mejores géneros, de última novedad, importados directamente de las principales casas fabriles de — decía , y , que pasaba entonces cerca de él, apoyaba con gestos y sonrisas las palabras de su socio.
pronto los visitantes se extendieron a lo largo de los mostradores, corrieron se las vidrieras, desvalijaron se los anaqueles y comenzaron a desenrollar se gruesas piezas de género que las tijeras cortaban, no sin previa y rigurosa consulta de los barnizados metros.
realmente vendía se allí barato, muy barato. más de uno se hilvanaba los sesos para averiguar cómo nuestros dos socios podían dar sus géneros a tan bajo precio.
— ¿cómo los pueden dar? — respondía en voz baja algún comerciante vecino y de el mismo giro — porque son buen par de peines... ya les cogeré yo en alguna y se las haré pagar caro.
desde que se anunció la instalación de aquel establecimiento, en los otros cercanos, de igual comercio, se asaeteaba con burlas a y a .
a el asendereado marchante aseguraba se le que cuanto comprase en la nueva tienda habría de ser de clase muy inferior, comparado con las existencias que podía adquirir en cualquiera otra parte.
para eso que y , que a éste el don se le quitaba y ponía indistintamente, aceptaban con entusiasmo la guerra declarada por los de el gremio. en cada anuncio soltaban a sus colegas cada indirecta que les hacía rabiar de lo lindo, y más que todo les dolía la lista de los precios sin competencia posible y ruinosa para ellos.
en tanto, aquella noche de la apertura, demoraban se los visitantes más de la cuenta. por la cuadra oscura ya sólo se veía un escuálido asiático, sombra infeliz de la miseria, que, saco a el hombro, escarbaba los barriles en busca de trapos para la fábrica de papel. el sereno particular arrastraba la brillante vaina metálica de su enorme sable sobre las baldosas. los coches cruzaban despacio, a fuelle descubierto, aguardando el silbido o la seña de algún paseante trasnochado. los carros de el urbano y los ómnibus traían cascabeles y campanas en las colleras de sus caballos delanteros. en la tienda los dependientes, fatigados, bostezaban y murmuraban de dos o tres señoras y otros tantos hombres que aún hablaban con y .
por fin se despidieron deseando mil prosperidades a , cuyo letrero de gas más fijo, más vivo, por haber se calmado ya un tanto el viento que le combatía, cortaba con ancha faja de luz la oscuridad de la calle.
de pronto desapareció el letrero. , inclinando se sobre la baranda de el balcón, había cerrado la llave de la cañería, mientras que , abajo, ordenaba el cierre de puertas cuyos golpes se confundían con el de los envases de basura que arrastraba a la acera el criado de la tienda, un muchacho de unos quince años a quien apodaban el .
, luego de advertir a los dependientes que fumasen abajo cuanto quisieran porque arriba no se lo permitía a su mismo padre, quedó ante la carpeta de barnizado cedro, iluminada por un solo mechero cuya luz no lograba aclarar las sombras que envolvían los rincones.
allí, pluma en mano ante el abierto , garrapateado sólo en sus primeras páginas, rezaba, casi en voz alta, lo que le decían las columnas de el y de el , frente una a otra como dos pugilistas citados a mortal combate.
, apoyado un codo en la carpeta, en pantuflas y mangas de camisa, soplaba la ceniza de un buen tabaco en tanto que aguardaba el resultado de la operación que hacía su socio.
por fin éste leyó el total, después de haber emborronado, de muy mal humor, un gran pedazo de papel.
— es más de lo que yo me figuraba. vamos bien. examina, si quieres, el de cuentas corrientes.
hizo un gesto de incredulidad.
— ¡ ! ven acá — dijo , cogiendo por un brazo a su socio.
y registrando con la vista si alguien le veía, dio un par de pases de baile.
— ¡siempre has de estar regañando! ¡ea, vamos a tomar la noche!
bajaron mucho la luz de el único mechero encendido, y a favor de aquella escasa claridad se dirigieron a la puerta.
abrió una puertecilla practicada en una hoja de la puerta grande, hueco pequeño que apenas daba paso a una persona.
una vez fuera volvieron a cerrar, se encaminaron a el café de la esquina y pidieron a el cantinero un par de ensaladas.
el cantinero, medio soñoliento, después de verter en un vaso de metal varias botellas, echar le azúcar, pedacillos de limón, hojas de hierba buena, polvos de canela, y hielo, tapó aquel vaso con otro semejante, los agitó en el aire, vació a el través de un colador el espumante líquido en dos vasos de cristal y poniendo a el lado de éstos, en una bandeja, un par de botellitas de agua gaseosa, las colocó en la mesa en que se habían sentado sus nuevos parroquianos.
— ¡a tu salud, socio!
— a la tuya, — clamaron a un mismo tiempo los consocios, pegando con la abierta palma de la mano en la tapa de las botellas, que dejaron escapar ruidosamente el comprimido gas.
el líquido de ambas botellitas pasó a fermentar en los vasos, que tomaron una bella coloración escarlata y que los consocios, merced a una pajilla, fueron haciendo bajar de nivel hasta que desapareció por completo.
cayeron, sin la sonoridad de la moneda metálica, sobre el mármol de la mesa, dos mugrientos billeticos de banco, semejantes a pedazos de suela de calzado raída por el mucho uso.
dieron las buenas noches ambos socios a el cantinero y a el sereno, siempre presto a ofrecer sus servicios, y volvieron a meter se, como par de trasnochados conejos, por el hueco practicado en las hojas de la puerta.
dentro estrecharon se las manos, diciendo se cordialmente:
— hasta mañana.
y cada cual tomó por su lado; es decir, a el cuarto de los dependientes y a las habitaciones de su familia.
era el cuarto de los dependientes largo y estrecho camarachón donde apenas podían mover se en cuanto se abrían los catres. los de estatura más aventajada andaban con la cabeza baja para no dar se de pescozadas en el techo.
desde que se oyeron los pasos de por la escalera, todo quedó silencioso en el camarachón. dos o tres que, a pesar de las severas prohibiciones, fumaban, dieron ávidas y detenidas chupadas a el cigarro y arrojaron el humo bajo las colchas.
era el único que tenía una cama de hierro, empolvada y sin vestir, en una especie de antesala formada con dos colchas de zaraza en un extremo de aquella estrecha y destartalada pieza.
de un hueco de la escalera subían ronquidos de seres que gozaban desesperadamente de el derecho de dormir. eran el y el negro , criados de la tienda, que se habían construido un par de camas, con la paja y papel de los envases, bajo el oblicuo hueco de la escalera.
, en su calidad de jefe honorable y socio capitalista de la casa, ocupaba tres habitaciones altas con su familia; porque estaba casado y, a su juicio, no había hecho cosa en la vida que le hubiera pesado tanto corno ésta.
— a ser hombre soltero, , como tú, por ejemplo — solía decir le a el socio, dando le familiares palmaditas en los hombros —, tendría el capital más respetable de la plaza.
en esto, sin duda alguna, había grande exageración. a ningún hombre casado le había costado menos el matrimonio ni lo llevaba tan ligeramente como , sólo que dio en la mama de afir mar lo contrario.
el tal matrimonio de era toda una historia.
antes de meter se en el ramo de ropa, según su frase, había pertenecido a el ramo de harinas, es decir, que midió largos años las calles de la ciudad, jaba a cuestas primero, y luego ante un pobre negro sudoroso, descamisado, descalzo, agobiado por el peso de la enorme canasta que cargaba en la cabeza, repartiendo pan a domicilio.
en el desempeño de este oficio tuvo ocasión ue visitar casas muy principales, pues el pan de su establecimiento, y más que el pan las galletas, adquirieron, por la época, gran boga.
en una de esas casas, en la de la respetable familia , conoció una joven, la cual, a pesar de los desinteresados consejos de aquella familia que la había acogido y protegido, dio el escándalo de fugar se con el panadero.
los primeros días no los pasó la joven de el todo mal a el lado de su raptor. éste le arregló una habitación pequeña en los altos de! almacén de víveres de un primo suyo con quien tenía algunos negocios.
pero a el poco tiempo, pretextando que los asuntos iban de mal en peor, casi la abandonó.
fuese a vivir , que tal era el nombre de la joven, a la accesoria de una ciudadela donde se ganaba la vida lavando la ropa que le encomendaban algunas casas amigas y también la de , que no vio modo de negar a su desdichada compañera este último favor.
allí pasó los más negros días de su existencia. la gente que la rodeaba pertenecía a las clases más ínfimas y desheredadas de la sociedad. los chismes y reyertas diarias pusieron a aquella infeliz mujer, educada entre el refinamiento y cultura de las clases acomodadas, en un estado de excitación nerviosa que inspiraba lástima.
por el terror de ver se odiada y hasta violentada, disimulaba su versión a aquella gente sin entrañas, y parecía aceptar y aprobar sus ideas.
allí conoció a ladrones y homicidas. tenía una vecina, otra lavandera, cuyo tema de conversación era pesar las probabilidades y contar los días que faltaban para que su marido saliese de presidio.
aquel día llegó por fin, y la alborozada vecina presentó a su marido, un mulato de aspecto feroz, diciendo le que era valiente, porque ya llevaba muertos dos de un juego enemigo.
la infeliz llegó a inspirar compasión a los amigos de que la conocían, y aun a la misma familia , que hubo de interceder secretamente en favor de aquella desdichada.
comenzó a mirar entonces a de mejor manera. lo primero que hizo fue sacar la de la ciudadela. y un día, a el terminar un convite en que habían menudeado las libaciones, se enterneció a punto de echar se a llorar como un niño, de calificar se en aita voz de infame, y hasta intentó suicidar se por no haber se casado ya con la mujer más santa, más virtuosa y más fiel de el mundo.
los amigos le quitaron el cuchillo, trataron de calmar le y le arrancaron la palabra de que no atentaría contra su vida si ellos lograban arreglar el asunto.
uno, sobre todo, exclamaba a voz en cuello:
— , oye, , no seas bruto, yo conozco a , ella es una buena mujer, casa te, pero no te mates. mira, oye; yo y este arreglaremos mañana eso... y aunque no quieras, oye , te casas, ¿sabes?, te casas para que no intentes hacer otra vez semejante barbaridad.
todos se hallaban muy exaltados. y si la razón de , bastante entorpecida por los efectos de aquel convite, le hubiera inclinado a resistir se en vez de mostrar se dócil a los consejos de sus amigos, con la misma furia que le abrazaban le hubieran estrangulado.
después recorrieron calles y parques muy conmovidos. concedía se le a la posesión de los sentimientos más bellos y notables de el mundo.
era una buena moza, y si la repudiaba, cualquiera de ellos era muy capaz de tomar la por esposa. casi llegó a encelar se.
a el día siguiente, con los efectos de la íntima comilona, habían se disipado también las buenas intenciones de . y no hubiera celebrado su matrimonio, si, a más de no convenir le quedar mal con sus amigos en concepto de hombre cumplidor de su palabra, no le hubiera anunciado que en breve daría a luz un hijo.
a poco casó se con y desde entonces, a pesar de la frialdad y hasta desdén con que seguía tratando la, fue un poco menos triste la condición de la buena y resignada compañera.
atenta siempre a sus menores deseos y caprichos, sin abrir jamás sus labios para proferir una sola queja, encerró se en una pasividad dulce, inalterable. casi había renunciado a el derecho de ejecutar y hasta a el de pensar por sí. todo para la voluntad de y de su hija.
la lactancia de , que tal era el nombre de el único fruto de aquella unión, y su enseñanza primaria, proporcionaron le horas de felicidad.
, entregado en cuerpo y alma por aquellos días a sus negocios, a hacer un capital decente, que era su afán supremo, se ocupaba apenas de la madre y de la hija.
pero así que la niña fue creciendo y desentendiendo se algo, a la vez, , de los afanes que tanto le embargaban la atención, comenzó a acariciar a la niña, a dirigir la, y a el cabo hubo de quitar a lo único que poseía por entero en el mundo: el cariño de .
trataba a su esposa con brusquedad y dureza delante de la niña. muchas veces le hacía salir de la habitación pretextando que había mucha gente y le sofocaban.
y ella se retiraba sin murmurar, doliendo le, más que ver se humillada, el convencimiento de que tal vez por efecto de este injusto modo de comportar se con ella, el cariño respetuoso de la hija iba disminuyendo más y más.
había dado en la manía de atribuir a la madre cuanto hiciera la niña contra su gusto. siempre estaba diciendo que aquella vieja concluiría por arrastrar a su hija por el mal camino.
era un ángel de bondad. no era bella, ni siquiera hermosa, pero tenía los atractivos que prestan la dulzura y el candor.
su delicadeza de alma era exquisita; pero a el mismo tiempo y originado acaso por todas estas envidiables cualidades y su inocencia, su voluntad era débil, mejor, no tenía voluntad propia.
su buena fe extremada llevaba la a aceptar cuanto se le aseverase con algún calor.
por eso no podía culpar se la de que el trato íntimo que con su madre había tenido siendo niña, ahora que casi era un mujer, fuese enfriando se cada día más.
su padre, , decía a gritos delante de ella, que era un ser inútil, torpe, que jamás había servido de nada, que se guardase de los consejos que le diera porque la haría como ella.
la madre a todas éstas callaba, se encerraba resignada en el más profundo silencio. y aunque sufría cruel martirio con aquel dolor de ir viendo menguar se injustamente el cariño de la hija y alejar se ésta, cada vez más, de su lado, no exhalaba una queja, no hacía un gesto que revelase las torturas de su alma.
su buen juicio le dictaba que esto era preferible a dar el espectáculo de vivir con su esposo en continua disputa, y entreveía, con temor, a qué punto podría llegar el maltrato de aquel hombre, si por acaso encontrara motivo real sobre qué fundar una queja contra ella.
además, le quería. había sido, después de todo, su pasión única; era siempre el padre de .
las caricias que de tarde en tarde solía hacer le , más aguijado por el instinto que movido de ternura conyugal, tomaba las ella por harta recompensa en sus diarios sufrimientos.
por otra parte, en su imaginación no venía a fijar se la idea de que observase con ella tal conducta por humillar la o dejar la.
y en esto había algo de razonable. porque , muchas veces, se portaba de tal suerte con ella más por la costumbre de tratar mal a cualquiera en quien reconociese alguna inferioridad, que por perversidad de ánimo. influía no poco en su carácter, aquel horrible mal humor que le proporcionaba la impaciencia de reunir un capital.
cuando volvía de la calle, jadeante, después de haber comido donde quiera que le cogía la hora y de lo más barato y alimenticio que por exigencias de el ahorro podía hallar, entraba en la casa con los pies destrozados, con la cabeza como un globo, maldiciendo de su suerte. otros, más brevemente y con menos trabajo, se habían hecho ya de un capital. ¡un capital! este pensamiento le atormentaba de un modo atroz.
él conocía a muchos, sus compañeros, sus amigos... ¡ ! ¿cómo habían podido reunir tanto dinero sin ir a presidio?
¡qué hija, qué hogar, ni qué mujer! ¡capital, capital! esta palabra sonaba en sus oídos, a el par que le latían las sienes, como estridentes campanazos.
daba para los gastos de la casa lo menos posible; se acostaba muy temprano y antes de el amanecer ya estaba en pie, ante su ventana, murmurando de las casas cerradas y de las calles solitarias ¡indolentes y ociosos! ¿por qué no hacían todos como él? ¡de pie ya, dispuesto a ganar, siempre a ganar!
a veces se desanimaba: y en su desaliento creía se hombre abandonado de la suerte, único obstáculo, pero a la vez insuperable, que se oponía a la realización de sus ensueños de oro.
de repartidor de pan a domicilio pasó a ser socio de la panadería, que a ello le dio derecho el depósito de sus sueldos, casi íntegros, que en poder de el dueño dejaba mensualmente.
ya, con un pequeño capital que le producía, tuvo momentos de verdadero regocijo: tenía la base ya, podría caminar sobre seguro.
pero una mala hora, que él excusaba diciendo que todo hombre la tenía, echó por tierra el edificio levantado a tanta costa.
a pesar de su carácter respetable de socio de una panadería, por poco va a la cárcel.
dos negros esclavos, a quienes maltrató, fueron su ruina. siguieron le causa criminal. un abogado semifilántropo encargó se de la defensa de los maltratados esclavos. tanto como su socio quisieron torcer, ahogar el curso de la justicia dando considerables sumas para sostener el crédito de la casa, y a el cabo lo consiguieron no sin gran quebranto de intereses.
marchara todo a pedir de boca si los socios hubiesen sacado todo el provecho conveniente de la anterior lección; pero, lejos de ello, olvidó se les; continuaron en sus malas prácticas; y a pesar de todas sus precauciones, cierto día huyeron se los negros y se presentaron en masa a el síndico llorando le que les librara de los malos tratamientos que recibían de sus amos.
el síndico les oyó, les prometió justicia, requirió a los dueños; pero, a título de hombre honrado y de ley, les devolvió íntegra la propiedad.
no obstante, de poco sirvió esta devolución a los impenitentes panaderos, porque, como aseguraba , desde que se les concedió el quejar se y se establecieron los síndicos, la gente andaba desmoralizada, con ella no podían ya ni golpes, ni gritos, ni cepo, ni látigo; la prueba era que el pan de la casa ya no salía hecho con la perfección y el buen gusto de antes. el marchante se retiró, y todo se lo llevó la trampa.
de aquella célebre panadería, conocida de algunos por el , salió abatido, arruinado.
recordaba aquellos días trágicos de su existencia en que todos temblaban por , obligado a ganar se dura y secretamente el pan, por temor a sus acreedores, cada vez que uno de estos tocaba la puerta de la casa.
corría a esconder se bufando que se iba a pegar un tiro.
y los acreedores agotaban todo el vocabulario de la trampa mercantil para lanzar se lo a el rostro a la infeliz esposa de que procuraba excusar le, calmar los y hasta les ofrecía de corazón que se pondrían a trabajar para pagar les.
hubo en que los escándalos fueron diarios. allí era el gritar le: — pillo, bribón, estafador, tunante —, y amenazar le con partir le la cara en cuanto lo encontraren.
por fin, con el tiempo calmó se la enemiga; pasaron aquellos días aciagos en que la que más sufría era , dando la cara para contener los acreedores y sufriendo, por otro lado, el mal humor de su esposo, poseído de igual irritación que la fiera perseguida.
, muy niña, a la sazón, escudada por su inocencia, era el ser más feliz de la casa. sin embargo, asustada a veces con los gritos y gestos que hacía tanto hombre extraño ante la puerta, la ventana y aun dentro de la misma casa, figuraba se le que coman tras de su padre y su madre para matar los y tuvo ligeros accesos nerviosos.
así que los asuntos de la panadería fueron dando se a el olvido, volvió, con suma prudencia, a la vida pública, disfrazado de agente de corredor.
muchos de sus antiguos acreedores, ya repuestos de sus quebrantos por los buenos negocios, llegaron a compadecer se de él cuando le veían pasar.
no ganaba muchos corretajes; pero mostraba se contento con la perspectiva de un gran negocio.
pasaba se todo el día en la , con el sombrero inclinado, un pañuelo atado a el pescuezo, a la jineta en una silla, en cuyo espaldar colocaba los antebrazos a manera de almohada y se dormía profundamente hasta hacer coro, con sus ronquidos, a aquel alboroto que le rodeaba. ¡de ; ferrocarril de ! ¡ ! ¡cárdenas y ! ¡ ! ¡industrial! ¡comercio! ¡hacendados! ¡fomento y ! ¡territorial! oía se entre el confuso vocerío donde bramaban y enronquecían algunos entusiastas extremando sus nerviosos gestos e irritando se inútilmente la sangre.
y , indiferente, ajeno a todo, roncaba que era un gusto.
a veces vociferaba también acciones y pagarés a precios intrasmisibles; mas era por aumentar la gritería.
venía lo a ver, con frecuencia, a la , , antiguo amigo, que siempre había estado aconsejando le que hiciera sociedad con él, que no se perdería. ambos hablaban atentamente y en voz baja largo rato.
abrió se por aquellos días un grande establecimiento de lienzos, ricamente surtido: la . y corría la voz de que y eran los únicos protegidos de la casa, pues a ningún otro corredor llamaban ni le aceptaban proposiciones, por ventajosas que fueran.
y esta conjetura era tanto más probable, cuanto que y pasaban se tertuliando allá la mayor parte de la noche.
en tanto, la vida de , la esposa de el intruso y novicio corredor, era cuidar de la casa y de . a esto se concretaba su misión sobre la tierra, trazada de el modo más estricto por su despegado esposo. no salía ni a misa. poner en orden los muebles, hacer la comida, cuando no se optaba por la de cantina, y cuidar dé las horas en que una criada de la vecina, obligada a este servido por un par de pesos, fuera a buscar y traer a de el colegio; en eso empleaba únicamente su vida. ni un paso más allá. una vez que salió a la iglesia cercana, un momento nada más, a el volver a casa encontró se el escaparate descerrajado y robada la ropa de , que era la de más valor en toda la casa. la reprendió con su acostumbrada injusticia y severidad, y la pobre mujer optó por el prudente partido de guardar absoluta reclusión para evitar lances parecidos.
, absorbido completamente por sus asuntos, apenas si la saludaba. y nada decía; no quería estorbar en lo más mínimo los planes de aquel hombre. hacía sinceros votos porque alcanzara la realización completa de su ideal.
hablaba con la niña, con , cuyo carácter dulce, resignado, sin pretensiones de ningún género, sin los devaneos propios de las jóvenes de su edad, tampoco daba quehacer ni qué decir a su padre.
nada deseaba, nada pedía, de cualquier modo que la vistieran, donde quisieran poner la, siempre se encontraba bien. si algún deseo tenía tal vez lo ocultaba con instintiva discreción.
sus compañeras de colegio hablaban le de fundones, de circo ecuestre, de bautizos, de reuniones, convites, paseos y muñecas; y ella sonreía con tristeza. no lo tenía. no se lo daban. nada de aquello se había hecho para ella. ¡dichosas las niñas que podían disfrutar lo!
y se conformaba.
además: veía que su madre le dedicaba la mejor parte de cuanto ponían en la mesa: la mejor ropa, la mejor cama; lo primero era siempre para ella; y sin corresponder visiblemente a aquellas delicadezas, se lo agradecía desde el fondo de su alma.
notaba el trato frío y áspero que su padre daba a su madre; pero tampoco contra él tenía motivos de queja.
en su bondad ingénita todo lo excusaba, en todo creía ver rectos móviles. ¿quién sabe por qué lo haría? no podía ser por maldad.
para evitar disgustos, con delicada perspicacia, procuraba mostrar aprobación a cuanto dijeran sus padres y hacer lo que quisieran que ella hiciera. si por acaso surgía alguna contrariedad, siendo ella la inocente causa, con pericia exquisita, avenía las voluntades en cuanto estuviera de su parte.
miraba a su hija, no ya con autoridad de madre, sino con admiración, que llevaba implícito d reconocimiento de cierta superioridad. creía la dotada de mayor talento; por lo menos tenía el de haber inclinado la buena voluntad de su padre, de , cosa que ella no había logrado después de tantos años y esfuerzos.
un día desertó de la . su silla de asiento de cuero, sin pelo ya y lustrosa con el roce, permanecía sola, arrimada a una columna. nadie se atrevía a sentar se en ella, porque todos suponían que de un momento a otro debía venir a reclamar su puesto .
pero aquel día cerraron se los negocios sin que éste apareciera.
y a el día siguiente, dos noticias corrían de boca en boca produciendo los más peregrinos y contrapuestos comentarios.
la , aquel grande establecimiento de lienzos, había suspendido sus pagos. la quiebra fue calificada de fraudulenta: uno de los socios se hallaba en la cárcel, y el otro, el verdadero culpable, se había alzado.
los principales acreedores eran , por noventa mil pesos, y , por cincuenta y cinco mil.
a el citar estas cifras tras de el respectivo nombre de los acreedores, había sonrisas, guiñadas de ojo y también exclamaciones y gestos de la mayor formalidad.
las disputas que el suceso ocasionaba eran reñidas, apasionadas, interminables.
— pues está usted fresco, hombre, de dónde han sacado ese dinero?
— sus negocios... tantos años de trabajo... mire que yo vine a el año de... y ya conocía a .
— y yo también lo conozco... jem...
— no, hombre; está en un error; mire que ... hace años era dueño o socio de una gran panadería.
— ¡allí fue ella! de la panadería salió debiendo le a las once mil vírgenes.
— y a ¿le ha debido algo?
— no, a mí nada. ¡dios me libre!
— pues entonces, calle se ¿a qué le importa? está desacreditando a un hombre que mañana o pasado puede dar le negocios.
— sí; todo es verdad.., pero, el chasco no lo han llevado los que lucieron negocios con sino los ingleses; y esto nos perjudica a todos, porque perderemos el crédito y no querrán fiar nos una sola peseta.
seguir el rumbo de las opiniones en cuanto se tocaba aquella quiebra de y los créditos de y , sobre ser dificilísima tarea, resultaría a el cabo inútil, porque todo se dijo y nada quedó en claro.
la única voz que se oía trinar implacable, con toda su perseverancia sajona, era la de un inglés apoderado de varias fábricas de tejido de y . mas a el fin cesó también así que hubo de comprender que eran asunto perdido sus reclamaciones.
aunque las existencias de cubrían con exceso el valor de los créditos privilegiados de y , sucedió que se les debía intereses que cobraron a el efectuar se el remate legal; todo lo demás se fue en honorarios de síndicos y costas.
pocos meses después abrían se ruidosamente las puertas de la gran tienda , en cuyos anaqueles, el ojo inteligente y práctico de los demás comerciantes de el gremio, apenas se fijaba en piezas de género que no hubieran sido facturadas por la quebrada .
y ya podían rabiar cuanto quisieran entre las brumas de su clima amasadas con el humo de los millares de chimeneas de sus fábricas, ¡os fabricantes de tejidos de y de .
la primera que se levantaba en la rienda era , que así la llamaban los dependientes.
encendía una vela, echaba se una manta de burato sobre los hombros, cubría se la frente con una venda hecha de su pañuelo y entregaba se, desde esa hora, a los quehaceres domésticos.
iba de un lado para otro, sin sonar las pisadas, como un fantasma, revolviendo en la oscuridad papeles de azúcar, pomos de café en polvo, reverberos, cucharillas, azucareros, tanteando mil trastos por todos los rincones con la seguridad con que acude la mano de el organista a los registros de su instrumento.
si por acaso caía por descuido a el suelo alguna cucharilla, o chocaban fuertemente dos jarros de hojalata, volvía con lentitud la cabeza y ponía atento oído a el cuarto de y de su hija .
ambos, a juzgar por la fuerte respiración y algún ronquido, debían dormir aquella madrugada profundamente.
pero pronto las primeras claridades de el día penetraron por la entreabierta persiana amortiguando un tanto la luz de la vela.
en una de sus vueltas por el cuarto, detúvo se ante la persiana, la movió y fijando se en una faja rosada que se dibujaba en el cielo, tras de la torre de el , dijo en voz alta, como si alguien la oyera:
— ya deben ser cerca de las seis, deja me llamar a .
así lo hizo, y el buen hombre apartó las sábanas, se estiró, bostezó y saltó presto de la cama.
a medio vestir dirigió se a la escalera y pretendió despertar a los criados de la tienda, llamando a uno por su nombre, a otro por su apodo y dando fuertes pisadas.
pero el negro y el muchacho conocido por , dormían como piedras en sus improvisadas camas de papel y paja de envases.
fue preciso que bajara, les tirase por los brazos y los pusiera, materialmente, de pie.
— ¡vamos, arriba!, a meter el cajón de la basura, a barrer; y tú, abre las puertas de el patio.
el infeliz , apenas llegado de su tierra, sentía ya sobre sus hombros el peso de un trabajo rudo y a el que no estaba acostumbrado. el corto sueldo que le daban, se lo ganaba el infeliz honradamente. además de tener a su cargo la limpieza y baldeo de la tienda, trastienda y antetienda, que se le hacía barrer la acera y regar la calle, servía la mesa, fregaba los platos y lo mandaban con camisas y trajes en cortes, hilvanados o concluidos, a todas partes de la ciudad y aun a los pueblos cercanos.
, su compañero, no hacía nada; desde que se levantaba adhería se como lapa a la roca a el pie de la escalera y no abandonaba aquel sitio hasta que no lo llamaban y , únicas persanas con quienes se portaba atento. los demás ya podían matar le a palos el día que le daba por no atender les, lo que, por cierto, era cosa muy frecuente.
después que avisó a los criados, dirigió se a el camarachón de los dependientes y tocó la puerta:
— arriba, las seis — gritó.
y dentro se oyó la voz de que repetía aquellas palabras.
turnaban se los dependientes ante tres o cuatro palanganas colocadas en lavabos de pino pintados de verde, en trípode de hierro, en sillas o simplemente en el muro de la ventana. allí era el jabonar se ojos, orejas y cuello en silencio, o entre bromas hechas y dichas de modo que no lo notara mucho , que no los dejaba reposar:
— vamos, listos, las seis.
, en tanto, ponía en una mesita tres tazas de café» cosa que se ufanaba de hacer tan bien o mejor que cualquiera, y a el lado de las tazas de café, bizcochos de y galletas.
era aquella saludable y apetitosa colación para , y , dependiente de confianza, apalabrado para algunas compras de la casa, un hombre calvo, formal, que no abría la boca ante sus principales en las horas de trabajo, a menos que ellos no le preguntaran. ya podían hablar cuanto quisiera y reír lo que gustasen, que él permanecía sordo, mudo. ¡y cuidado que era un pozo de ciencia histórica! pero guardaba el lucir su erudición, facilidad de palabra y sus dotes de polemista, para la hora y lugar oportunos.
, como dependiente de confianza, era el encargado de tratar con los agentes que la casa tenía esparcidos por la isla en , , y , asuntos que era peligroso tratar por cartas.
bajó , abrió la puerta de la tienda, y los dependientes, a pasos lentos que denunciaban su mala gana, se fueron colocando en sus puestos tras el mostrador.
por la calle, llena de suave claridad, pero sin un rayo de sol, pasaban los cocineros, trabajadores y ómnibus. y aún medía las aceras, arrastrando su sable y embozado en su capa impermeable para resguardar se de el aire frío de la mañana, el sereno particular.
los tranvías también pasaban, cada cinco minutos, con sus persianillas cerradas y casi sin viajeros.
el esparcía aserrín húmedo por el suelo de la tienda y luego lo barría con una escoba envuelta en un lienzo mojado.
a el fin bajaron los dos dueños y el decano de los dependientes, es decir, el de más edad y a el que primero colocaron y su socio.
apenas hubieron pisado los principales el salón de el establecimiento, que hubo más actividad entre los dependientes; separaron se unos de los anaqueles donde estaban recostados, otros de el mostrador en que tenían apoyados los codos y comenzaron a doblar, desdoblar y examinar las piezas de género.
se encaminó a la carpeta, sacó el , el garrapateado cuaderno de las cuentas corrientes y los dejó abiertos por la página en blanco que correspondía a la jornada.
, en pantuflas, con el chaleco desabrochado y los bajos de el pantalón vueltos hacia arriba, se colocó bajo el dintel de la ancha puerta de la tienda y registrando los bolsillos de su ligero saco de listado azul, encontró un pequeño cortaplumas con el cual comenzó a raspar se las uñas. era su ocupación de todas las mañanas en aquel mismo punto.
y de igual modo podía decir se que lo hacía por no tener en qué ocupar se como para vigilar a sus dependientes a los cuales permitía ir, dos a dos, a tomar la mañana o el desayuno, a el café de la esquina.
un coche descubierto y en el que venía un asiático incómoda mente sentado por el espacio que a su izquierda ocupaba una gran canasta llena de carne, berros, yucas y otras viandas, se detuvo ante la puerta de la tienda.
llamó a el para que ayudase a bajar de el coche la abundosa carga.
y entre el asiático y el muchacho, luego que se le abonó el viaje a el cochero, cargaron con la repleta canasta hacia lo interior de la tienda.
era la comida para toda aquella gente ocupada en vender tela.
hizo sacar, pieza por pieza, toda la compra de el asiático, y preguntando peso, precios y cantidad los iba sumando mentalmente.
el asiático, en cuclillas, a el borde de la canasta, ayudado en ocasiones por el , iba desvalijando su carga mirando con sus ojos sin expresión a .
estaban los dueños de la tienda muy contentos con su oriental cocinero. sabía comprar mejor que otros y no sisaba un real.
el infeliz, por piezas de vestir tenía un mal sombrero de yarey, una camiseta rota y holgado pantalón azul.
en medio de el local que ocupaba la cocina de la tienda, vasto, pero oscuro y ahumado, entre los relámpagos de claridad que se escapaban de las hornillas, a el quitar de ellas las marmitas, y de la boca de el horno, a el abrir lo, parecía el asiático un pálido espectro o el amarillo esqueleto de algún alquimista. la única vez a el día que desplegaba sus labios el escuálido cocinero era por la mañana a el dar la cuenta de su compra. en el resto de el día, por su voluntad no decía palabra, a menos que no amenazase colérico a el , porque éste, a el menor descuido, le robaba los ajos, cebollas y tomates, de que gustaba mucho y que con verdadero deleite se engullía crudos por los rincones. solía exasperar lo también con la cachaza que empleaba en revolver las cenizas para buscar una pequeña brasa con que encender sus nauseabundos cabos de tabaco.
en tanto las puertas de las otras casas íbanse abriendo unas tras otras.
a las siete de la mañana, los carretones vacíos que se dirigían a el muelle producían un ruido atronador, a el que hacía coro el grito o la palabrota que, en su afán de ganar se ventaja, se espetaban unos a otros los conductores de los carros, tranvías, ómnibus y coches.
el sol inundaba la calle de roja y débil claridad que cortaban, dividiendo la en iguales secciones, los alambres de los toldos tendidos de pared a pared a el través de la calle.
veían se plumeros que pasaban rápidamente por las persianas y balaustradas de los balcones lanzando a el aire pequeñas nubes de polvo.
los porteros, con giros de peonza, trazaban con el agua de sendos cubos derramada sobre la calle, arcos y circunferencias que solían mantener en actitud indecisa a el transeúnte.
en el frente de , también se refrescaba el duro pavimento de granito; pero por allí andaban mejor las cosas. había se abolido el primitivo e inconveniente sistema de arrojar el agua a cubazos, sustituyendo lo por el de repartir la con una manga de goma, forrada de espira les de alambre, adherida a una pequeña bomba de mano, que manejaba muy a gusto el . el cristalino chorrillo que salía de el pitón de bronce entretenía largo rato a el muchacho, embebido materialmente en ver elevar se el agua unas veces, como inmensa varilla curva de cristal, cuando la mandaba a lo lejos, y caer otras semejando diamantino cincel que horadaba y hacía saltar con fuerza pedacillos de la dura superficie de el suelo.
y esta actividad de la tienda contrastaba con el silencio y quietud que había en la parte alta.
por todas aquellas habitaciones desiertas, acabadas de abandonar lo transitaba ya nadie.
se había hundido en una enorme butaca de cuero claveteada de doradas tachuelas, y con la cabeza apoyada en una de las grandes orejas que ornaban el amplio y cómodo sillón, dormitaba.
una ancha faja de luz rosada de sol, matizada de oro por las partículas de polvo que flotaban en la atmósfera, penetraba por la abierta ventana e iba a iluminar un escritorillo de pasta de cartón barnizado de negro y lleno de incrustaciones de nácar.
en aquel cuarto, a el través de las gasas de un mosquitero, se dibujaban los contornos de el fresco rostro de una virgen.
, cuyo profundo sueño no turbaba la claridad cada vez más viva que iba inundando la habitación.
más de las ocho serían cuando se decidió a llamar la .
y la joven levantando se, se dirigió a la persiana, la entornó cuidadosamente, y luego se sentó ante su pequeño tocador.
dejando abierta la ventana podía ver se gran parte de la habitación en que dormía la joven; por eso su primer cuidado ai abandonar el lecho era entonar la persiana. se empeñaba en abrir la para que el fresco de la noche circulase por aquellas habitaciones de bajo techo y que parecían reconcentrar, como un horno, el calor de el sol y el de las luces de la tienda.
en cuanto la joven terminó su tocado y se convenció de que su madre, , no podía reparar lo que hacía, dirigió se a la ventana, la entreabrió un poco y estuvo un rato con la cara pegada a el marco y mirando con fijeza hacia las azoteas de el frente.
la luz de el sol, aunque bastante alto ya, cortaba en secciones diagonales los blancos muros. un alto mirador almenado y que figuraba la cuadrada torre de algún castillo feudal fabricado de yeso, recortaba su elegante silueta sobre el cielo de un azul claro, transparente. de algunos muros, erizados de vidrios, salían, como de gigantesco collar de diamantes, tendido entre los oscuros tejados y las habitaciones altas pintadas de color vario, deslumbradores destellos de luz. algunos árboles de los arriates de los patios asomaban penosamente su copa verde entre la masa de tejas y muros ennegrecidos por la intemperie. en el fondo, semejando hermosa faja azul cortada por las últimas construcciones de la ciudad, se veía el mar. dominando lo todo, sobre su verde colína alzaba se el murallón gris de la . a el lado de el faro de el , las banderas que señalaban los buques descubiertos por el catalejo de ) vigía, parecían pequeñas pinceladas azules, amarillas, rojas, sobre la masa de nácar formada por grandes nubes. el grupo de góticas torrecillas de la iglesia de el hallaba se también iluminado por la luz de el sol y alegrado por el sonoro timbre de sus campanas que llamaban sin cesar a misa y cuyos repiques se confundían con los que también daba el feo campanario de el .
pero nada de esto observaba. su mirada continuaba fija en una azotea situada sólo a algunos pasos de la ventana que le servía de observatorio.
y por pasos pudiera medir se, sin duda, la distancia que mediaba entre ambas puntos, puesto que de uno a otro caminaba se cómodamente, sin peligro alguno.
la azotea preferida por las miradas de la joven pertenecía a la casa de alguna familia de muy modesta posición y de muy escasos recursos, pues contenía los desastrosos efectos que la humedad y el sol causaban en los techos y paredes.
las puertas habían perdido su pintura, y tenían todas ese color gris aplomado con que las tiñe la intemperie.
y el techo de zinc de una escalera, que con sus paredes de tabla para resguardaría de la lluvia parecía enorme y maciza cuña apoyada en el fondo de el patio, se balanceaba a el viento como formado de jirones de trapo.
hacia un lado de aquella azotea veía se un cuarto limpio, aseado, con sus paredes interiores blanqueadas, y con sus modestos muebles sin polvo y bien barnizados.
aquel punto se dirigían con más curiosidad las investigadoras miradas de la joven.
y distraída, sin cuidar se de que alguien pudiera oír la, dijo en voz alta:
— no está.
alarmando se luego de esta distracción miró en torno suyo, cercioró se de que nadie la había reparado y se apartó, sintiendo vaga tristeza, de aquel lugar.
estaba en otra habitación cuidando de que no se derramara la leche que hervía en un reverbero.
así que vio a su hija, le preguntó:
— ¿quieres el café ya, ?
— ¡ah!, no tengo muchas ganas — contestó con gesto de desagrado la joven.
— ¡oh!, qué niña ésta. así no se puede vivir; es preciso alimentar se. ayer no tomaste nada. tiene tu padre en molestar se.
y decía verdad, porque la joven apenas se alimentaba, con desagrado profundo de , cuyo más constante empeño era que la muchacha comiese bien, que comiese mucho; quería transformar la, cambiar su naturaleza, obtener de ella una joven según el tipo de belleza que le hicieron concebir las rollizas mozas de su pueblo.
por esta circunstancia hallaba se algo descontento de , a pesar de el verdadero cariño que la profesaba; mas para aumentar lo y estar satisfecho por completo era preciso, de todo punto, que la muchacha engordara, creciera, se le tiñeran de rojo los carrillos, supiera poner se en jarras, alzar la cabeza con donaire, con ánimo, chasquear la lengua y contestar con brusco desenfado los galanteos.
— ¡ay, ! — solía decir con voz de falsete y en broma a su hija —, parece que se te ha ido el alma; grita, muchacha, corre, salta, come, haz ejercicio. te voy a mandar a mi pueblo, porque si no el mejor día desfalleces.
la joven sonreía, porque las palabras de su padre no eran burlonas ni maliciosas: deseaba realmente que llegara a ser tal como él la concebía, alta, gruesa, de robustos brazos, como los de hombre forzudo, capaces de hacer girar a cualquiera de un solo revés.
— ¡vamos! ánimo, , toda esa indolencia tropical se la debes a la vieja, porque yo soy enemigo de estar me quieto. si por algo me pesa ser tendero es porque el oficio me tiene amarrado por los pies.
y así siempre pugnando por sacar de quicio a aquella pobre muchacha corta de genio y de sentimientos delicadísimos, que por toda defensa bajaba los ojos, algunas veces húmedos por las lágrimas, y le replicaba:
— ¡ay! pero ¿qué quiere, papá?, ése es mi carácter; yo deseo complacer le, pero no está en mí.
poco después de levantar se de la cama, sentaba se a el piano a repasar sus lecciones y a tocar algunas piezas, en cuya elección tampoco andaba de acuerdo con su padre.
inducida quizá por las delicadezas de sus sentimientos, tenía predilección marcada por , y .
lucía, , la , el , el , le encantaban. en ocasiones pasaba se los días enteros machacando el piano para dominar aquellas piezas que la emocionaban hasta hacer la llorar.
y también gustaba de aquellas dulces melodías. a el oír se las a su hija llenaba se le el alma de una dulce nostalgia de días felices...
recordaba a las jóvenes de la casa en que se había criado. ellas tocaban las mismas piezas; toda aquella música le era familiar, la alegraba, la entristecía, y jamás se cansaba de oír la.
sólo , y por secundar a éste, , bromeaban a por su música favorita, aquellas piezas lánguidas, descoloridas y que les producían el efecto de un narcótico.
a ellos lo que les gustaba eran las jotas, las malagueñas, tiranas y jaleos, ¡olé! y en cuanto a piezas, debía emplear mejor su tiempo en aprender se algo de el , de oro, de antaño o .
le habían comprado muchas piezas de estas zarzuelas y de otras muchas por el estilo; pero no les daba el aire, no las estudiaba con empeño.
cuando estaba de buen humor, acercaba se a el piano, y, cambiando la música de el , y la de el , suplicaba a que las tocase y se ponía a tararear las, lamentando se de que su hija no quisiera complacer le nunca aprendiendo el canto.
ella se excusaba pretextando que no podía, que no tenía gracia.
— anda, chiquilla, no seas cobarde, toca, anda que yo voy a cantar: mira, esto de el es muy fácil.
y como lo decía, lo hacía: y ciertamente que no de el todo mal, porque una de sus viejas aficiones era conocer cuanta compañía de zarzuela representaba en la . si no podía tomar asiento de tertulia, desde la cazuela; mas no la dejaba ir sin haber la visto siquiera una vez.
pero en la mañana a que aludimos antes no atinaba a fijar su atención en los estudios de piano.
desde que miró por la entreabierta ventana y pronunció, hablando consigo misma, en alta voz, aquellas palabras, su imaginación le llevaba a otra parte.
abandonó el piano, volvió a la ventanilla, abrió la persiana; y de esta vez en sus pupilas brilló el júbilo. luego se ruborizo inquieta, temerosa de que alguien que no fuera ella misma conociese sus pensamientos, se apartó presurosamente de allí, pero fue a sentar se en un sencillo y elegante mecedor de asiento y espaldar de alfombra. desde allí, retratadas en la luna algo desigual de su tocador, veía las persianas, y tras las persianas dibujaban se, como un biombo chino de brillantísima seda azul celeste, las azoteas, tejados, miradores, campanarios y las grandes nubes blancas y de contornos reverberantes con el sol.
hacia el fondo de la casa de enfrente, en aquella habitación de aspecto pobre y deteriorado por su parte exterior, pero limpia y bien cuidada en su interior, se paseaba un joven de cabellos muy negros y naciente bozo, estudiando o leyendo.
a veces salía de la habitación y avanzaba un poco por la azotea hasta la línea de sombra que la pared trazaba en el suelo.
en tomo de el joven, por los muros, se perseguían y enamoraban las palomas de un palomar cercano.
y apenas perdía detalle de todo esto : todo se retrataba en la luna de el tocador.
el joven paseante dirigía insistentes miradas hacia la ventanilla de la famosa tienda, llena de luz de sol, de suerte que aunque las persianas hallaban se horizontales, nada de los interiores se veía: sólo llenaba los huecos la negra sombra.
dos palomas blancas de esbelto cuello y ojillos color de fresa revolotearon en el aire un instante y vinieron a posar se en el antepecho de la ventana.
la joven se puso de pie con ademán resuelto. hacía dos o tres mañanas que recibía aquella agradable visita a la cual obsequiaba con algunas migajas de pan.
presa de la emoción más viva abrió la ventana; y las palomas, lejos de asustar se, pusieron se a observar tranquilamente el interior de la habitación como si se preparasen a entrar. les arrojó las migajas; pero ellas no hicieron más que picotear, sin comer las, una o dos.
el joven de la azotea cercana todo lo observaba, y , muy entretenida con las palomas, olvidó se un instante de que tenía un asiduo admirador.
alzó la cabeza y se turbó. el joven la miraba, le dirigía cortés saludo, a el cual correspondió ella, maquinalmente.
luego parecieron ¡os dos muy complacidos en observar las lindas palomas, tal vez fingiendo una tranquilidad e indiferencia de que, por cierto, se hallaban uno y otro muy ajenos.
abajo, en la tienda, las escenas eran más prosaicas. los dependientes registraban armatostes, volteaban piezas de género y medían vara tras vara para satisfacer los pedidos de el insaciable marchante.
el , y algún oficioso dependiente que le ayudaba para terminar más pronto, cerraban, a golpes, las puertas de la tienda cuyos principales mostradores y armatostes quedaban casi envueltos en tinieblas. sólo en un rincón penetraba alguna claridad mitigada por el toldo de la calle a el través de la cual filtraban penosamente los rayos solares.
el fondo de la tienda sí se hallaba bañado de luz. claramente veían se a el sastre y a el camisero, de bruces sobre sus pedazos de tela, manejando las tijeras con habilidad y ardor, y tomando las forzadas posiciones de el artista que contempla su obra por diversos puntos para apreciar mejor todas sus bellezas o defectos.
era preciso llamar los dos o tres veces. no hacían caso de los repiques, que a falta de mejor campana o timbre, daba el pegando con el contrafilo de un cuchillo o el reverso de un tenedor o cuchara en el borde de los vasos.
— vamos, señores cortadores — decía , que por lo común era el de más buen humor, no obstante los duros rasgos de su imponente cara, o el más barbián de todos, según la frase corriente entre sus compañeros de el gremio.
y los señores cortadores, cuya permanencia en la casa traía muy orgullosos a y su socio, ingresaban en las dos filas tendidas a ambos lados de la larga y estrecha mesa bordeada de platos de orilla azul y cubierta por un mantel ni limpio ni sucio.
hacía una señal y todos se sentaban, excepto , que, en su calidad de dueño, no se ocupaba de nadie, pero sí de sentar se antes o después que los otros, nunca a el mismo tiempo, pues que no era igual.
servía se el cocido, el eterno cocido de los días hábiles, cambiando los festivos por un buen bacalao a la vizcaína; partía se el pan en rodajas, en espiral, anchaban se unos brazos en perjuicio de otro, y en lo general almorzaba se bien, muy bien.
no se permitía hablar hasta después de servido el último plato, que era de carne y papas por iguales partes y divididos en pedazos de un mismo tamaño.
sólo hablaba en voz baja a los cortadores que se le sentaban a derecha e izquierda, mientras comían con lentitud y parsimonia.
la cabecera de mesa, opuesta a la de , ocupaba la y tenía a el lado a , el dependiente de confianza, y era, por lo común, el que salía a atender el marchante que se colaba por el resquicio de la puerta a las horas de la comida o de el almuerzo.
parecía agobiado por el mundo de combinaciones financieras encerrada en su caletre. encorvaba se sobre su plato, limpiaba se sus bigotes y perilla, a lo , con un pedazo de pan, y callaba.
, por el contrario, siempre ojo avizor, erguida la cabeza, miraba entre bocado y bocado la doble fila de dependientes y nada se escapaba a su vigilancia.
de vez en cuando, entre veras y bromas, solía reprender a el que veía servir se más de la cuenta, decía le con sorna: — ¡cuidado, mire usted que ese plato es muy indigesto! y a el que abusase de la libertad que tenían de echar se vino una o dos veces, advertía le: — amigo: ya van tres con ésta; y no se lo digo por nada, sino porque le será muy difícil mantener se derecho en el mostrador.
luego tomaba la servilleta y en vez de mover la para enjugar se los labios, eran los labios y toda la cabeza los que se movían estregando se en la servilleta.
el pan sí que se repartía con abundancia. explicaba que, a más de no negar se le a nadie, tampoco podía hacer les daño a los muchachos.
acompañaba a los de molde francés, que en cada puesto se colocaban, un pan enorme, de a metro, que a mitad de el almuerzo o comida dividía interrogando con la vista quién quería más. y con aquel pan de migajón abundante y esponjoso presto se satisfacía el más exigente.
hablaba se, según queda apuntado, luego de servido el último plato, esto es, de sobremesa, excepto los domingos en que podía charlar se desde el primer bocado. los días de trabajo eran cortos y poco animadas las discusiones, o bien pudiera decir se que no las había, que todos las evitaban; pero los de fiesta, no dejaba nadie de echar su cuarto a espada, y las conversaciones se prolongaban hasta más allá de la una.
el tema preferente de las discusiones era la política y la historia. de la primera sacaban se a relucir datos adquiridos en los semanarios madrileños de caricaturas y aun en algunos periódicos serios hojeados en la biblioteca de el o sobre la mesa de lectura de alguna sociedad de beneficencia provincial. no poco material suministraban también las correspondencias y tijeretadas, que, en los números siguientes a las llegadas de correos, publicaban los periódicos locales. en cuanto a argumentos históricos, proporcionaban los a discreción y , y , , y , , padre, y también y , si bien éstos mal digeridos.
— ¿qué sabe usted? ¡calle usted! ¡oiga usted! ¿qué me viene usted a decir con eso a mí, hombre, cuando yo...? no, señor; error, dislate; usted está equivocado.
a veces las disputas eran muy acaloradas y tenía que intervenir:
— vamos muchachos; dejen eso; no es cosa de ir se a los mojicones por tan poco.
las puñadas en la mesa, los resoplidos y bruscos movimientos de cabeza, el manoteo y las interjecciones menudeaban, a pesar de que había intentado establecer cierto orden parlamentario, pues se reservaba conceder, por turno riguroso, el uso de la palabra.
a ratos animaba se a dar su opinión, peto siempre escudado por su carácter de jefe y con el comedimiento de quien, por amor propio, no quiere que se le corrija un dislate. lo que más hacía era oír, callar, y encomendar a el cuidado de rectificar puntos dudosos, porque si su buen socio no se hallaba en mejores condiciones que él en achaques de política y de historia, ganaba le sí asi locuacidad y deseos de discutir.
a quien reconocían todos como autoridad acatable era a , o , que el tratamiento se ponía o quitaba a gusto de cada cual, excepto a , a quien no se le suprimía jamás.
presidiendo, pues, aquellas polémicas, estaba en sus glorias. uno de sus dorados ensueños era que le eligieran concejal y pensaba que las discusiones de la tienda le adiestrarían para los más serios debates de la sala consistorial.
cerrado el paréntesis que en 1a actividad de la tienda ocasionaba el almuerzo volvía cada cual a su tarea.
el camisero y el sastre, frente a frente otra vez, en sus respectivos mostradores, empuñaban la tijera, cuyo crás crás era a veces el único ruido que se oía en la tienda, silenciosa como un templo.
, encaramado en una alta banqueta de redondo asiento, con una calada en el centro para poder trasladar la, despachaba a los dependientes de la calle, entregando a cada uno su bulto por riguroso inventario.
en esta tarea semejaba hábil halconero que después de quitar el capirote a sus halcones les señalaba la presa, sobre la cual caían aquellos pajarracos con tino sin igual
— mira, ve te allá, a casa de , enseña le estos encajes, di le que acaban de llegar.
— está bien, sí señor.
— y tú; oye, ahí llevas los nipes, y a la familia de número... no le fíes un centavo más.
— sí, señor.
— y esos percales deja los en casa de... que ayer mandaron por ellos. con las tres y dos tercias que llevaste el otro día son nueve y cuarta. ¿estás?
— sí, señor.
— cada vez que pases por casa de el , aunque no sea sábado, lleva le la cuenta; prometió pagar de contado y ya ves. con estos doltores, hay que andar se con tiento.
nada olvidaba y no se le escapaban tres pulgadas en una cuenta.
, en tanto, paseaba la tienda a lentos pasos o permanecía de pie en el quicio de la puerta, abstraído por hondas reflexiones.
aquel quicio era, para , como el límite de dos mundos.
atrás, la tienda con sus obligaciones penosas, con los disgustos y sobresaltos de el negocio, con sus mil atenciones que requerían una vigilancia activa, directa, eficaz...
delante la ciudad, donde tanto compañero de sus mismas condiciones y de su época brillaban, hacían papel, tenían capital y el carácter de hombres influyentes, necesarios, con cuya opinión no dejaba de contar se para resolver asuntos de suma importancia. ¡ah!, pero ¡a mayor parte no se habían dedicado tan sólo a el ramo de ropas, ni eran los actuales los felices tiempos de que con envidia había oído hablar. la verdad era que el negocio no iba bien... a lo menos así le parecía a él. decía que no; pero, por poco perito que él fuera en la materia, bastaba le ver que la columna de pérdidas, de gastos, se iba ennegreciendo de un modo atroz, mientras que la de enfrente andaba casi en blanco.
cuando veía a su socio cabizbajo redoblaba su actividad y buen humor. él era el corazón, el alma de la tienda. era la cabeza; pero una cabeza débil, llena de vacilaciones y desalientos.
de día, rarísima vez hablaban se los socios. cada cual andaba con entera libertad por su cuenta; jamás se aludían, parecían desligados por completo, de toda relación personal. cualquiera a el ver los diría que no había entre ellos más punto de contacto que el de el interés encerrado en el fondo de la caja.
pero de noche era otra cosa. solos ambos, cuando todos los dependientes se retiraban, enteraban se de los menores sucesos de el día y ponían se de acuerdo para la jornada siguiente.
se vendía... se vendía... el marchante acudía atraído por la modicidad de el precio; pero las existencias que tenían más fácil salida íbanse agotando vertiginosamente.
surgía el peligro de no poder satisfacer los encargos y pedidos de el marchante.
ya habían apelado, casi hasta el abuso, de la excusa de no tener aún los géneros en casa porque los vapores no llegaban con las nuevas remesas o éstas se hallaban demoradas en la aduana.
— ¡qué aduana, señor, qué aduana! los comerciantes honrados somos los que sufrimos por las culpas de tanto pillo y bribón metido en el ramo.
olfateaba las quiebras. ¡otra ! ¡qué bien les vendría otra ! pero ya los fabricantes ingleses andaban escamados y exigían que se hilase más delgado a el hacer les los pedidos.
y por otra parte, a los remates judiciales de géneros, acudían competidores ávidos de aprovechar también la ganga y con los cuales no podía haber se las por carecer de efectivo, siempre escaso, desde la apertura de la tienda.
mas eran estas ligerísimas borrascas interiores. la lucía sus géneros brillantes, llenos de colorines en sus anaqueles y vidrieras materialmente atestadas. sonreía y se frotaba las manos; y se daba todos los aires de el hombre que comienza a disfrutar de el sólido bienestar que proporciona una fortuna asegurada.
de noche, cuando todos se retiraban a descansar, y la tienda quedaba oscura y sólo ante la carpeta de barnizado cedro caía la claridad de aquel mechero cubierto por el globo de blanco vidrio deslustrado, feliz imitación de porcelana, y mantenían vivos diálogos y animadas disputas acompañadas de gestos descompasados y coléricos.
conciliaba, explicaba, argüía poniendo por argumentos el resultado de largas y complicadas cuentas, el tiempo y los mil planes que le sugería su inventiva de mercader astuto:
— no te desesperes así, . los negocios son negocios; en la casa que yo estaba llegamos a tener de pérdidas cincuenta mil duros; y sin embargo, la sostuvimos diez años. en habiendo para pagar la gente de casa, la de fuera...
— sí; pero si chista uno nos hundimos. bien sabes que estamos en el aire. y ya estoy aburrido; cree lo. si de ésta salgo mal, liquido, me voy o me pego un tiro, ¡rayos!
— ¡pero... hombre! no seas niño, , ven acá... oye. llegamos a tener de pérdida cincuenta mil duros y en la quiebra pagamos unos ocho mil. el que más batalló fue aquel viejo de la ferretería de ...
— ¿cuál? ¿aquél alto de las patillas, que parecía un inglés falsificado?
— sí, hombre, sí, ése, el mismo. ¡y ya ves! .
— ¡ ! ¿y cómo pudieron engatusar lo ustedes?
— ustedes no; yo — aseguraba guiñando un ojo —, yo solo. y fui quien lo salvé; por eso quisiera yo que tú le oyeras hablar de mí. ¡nada! veremos: el día que se necesite aquí dinero, es el primero que lo dará: y si no, acuerda te.
así terminaban, por lo general, aquellas disputas comenzadas con acaloramiento rayano en furia. introducía en el curso de la conversación alguna anécdota, y de la mente de su buen socio, lleno de preocupaciones por las negras nubes que comenzaban a empañar la brillante perspectiva que había soñado a el abrir , se disipaban todas las sombras, todas las dudas.
tenía sobre él algún maldito ascendiente, porque contra sus más fríos cálculos y serenos raciocinios, le convencía de que debía de estar contento; porque las cosas iban bien, muy bien.
pero, ¡rayos! ¿cómo habían de ir bien? ¡si veía que los gastos se acrecentaban, que las pérdidas llegaban a una cifra que él nunca había supuesto y que le causaba escalofríos, que la lista de deudores morosos se alargaba! ¡si no había capital, verdadero capital, es decir, dinero contante y sonante! ¡si nunca lo habían tenido! todo cuanto allí hubo de más mérito y valor era de ; ¡y se concluía vertiginosamente, solicitado por el marchante!... ¡la situación de el país! eso era todo. ¿qué importaban las trampas de la aduana, aquel importar de géneros por el ferrocarril de y de la en cajas de azúcar y en bocoyes de mascabado y aun en fardos despachados por las aduanas de y de ? ¿qué importaban las piezas de seda envueltas, como oro en paños, en varas de yute y de tambor, si ya muchos colegas habían adoptado igual sistema, y, por lo menos, esgrimían en la competencia iguales armas?
estas reflexiones y otras más le caldeaban las sienes mientras iba y venía, con las manos metidas en los bolsillos, de un mostrador a otro de la tienda.
, con la vista muy fija en el libro, iba apuntando, de arriba abajo, con la pluma, tanto número que asomaba la cara por aquellas largas rejillas pintadas de rojo y de azul. era ya la cabeza, el corazón, la vida, el motor de la tienda.
estaba desalentado. la hora de la liquidación diaria era la más terrible para él. en las demás, la tienda abierta, los dependientes, el buen humor de , el mismo despejo que, por recomendaciones de su buen socio, tenía que fingir él, las solicitudes de el marchante, aquel movimiento de la calle, el vertiginoso rodar de las telas sobre las barnizadas varas, aquel ir y venir de los muchachos con las pilas de piezas bajadas de lo más alto de los anaqueles y cuyos colores y pintas se combinaban como las de un extraño caleidoscopio, todo esto le hacía vivir en una atmósfera placentera, feliz, propia para cimentar sus acariciadas ilusiones de llegar algún día a ocupar buenos puestos, a pasear la ciudad llamando la atención de tanto bribón colega que ahora le mortificaba, ir a todas partes, dejar se ver, hacer se notar, conseguir algún título, , por ejemplo, y adormecer se a el arrullo de el coro general que cantase: ¡qué rico, qué poderoso es !
¡oh! qué día tan feliz aquel en que pudiera disfrutar plenamente las delicias que le proporcionaría el ensueño de toda su vida, su ideal supremo, la meta de todos sus esfuerzos y su gloria toda: la consecución de un respetable capital. ¡oh, un capital!
pero de noche, a el abrir el y cerrar la tienda, parecía venir todo a el suelo impulsado por negro soplo. ante la calle, escenario de sus pesados trabajos y futuras victorias habían se corrido, como feo telón, las dos grandes hojas de la puerta de la tienda que dejaba ver sus mal cepillados cuadros, sus barras, cerrojos y tornillos; el marchante había desaparecido; la sala estaba desierta; los mostradores semejaban pequeño foso, un abismo donde se hubieran hundido los dependientes, pobres muchachos, tendidos allá arriba en los catres, descansando las piernas casi rígidas de mantener se en pie todo el día. las telas impregnaban la atmósfera de su acre olor, sobre todo el gante; las creas y percales llenaban la tienda de el vaho que sale de un armario japonés, de un botiquín entreabierto; lo cierto era que aquel olor penetrante, indefinible, traía medio mareado ya a .
si no fuera por aquel quinqué suspendido en medio de el salón que bañaba de luz a , que hacía reflejar el borde metálico que resguardaba las puntas de el libro, que trazaba líneas de claridad viva en los cabos de pluma, en los botones de cobre de los anaqueles y dibujaba en el suelo, como un enorme abanico, la sombra de los torneados balaustrillos de cedro de la carpeta, no sabría a punto fijo dónde se hallaba su espíritu en aquellas horas.
¡amo, dueño, socio él de aquella grande y famosa tienda cuya vida había surgido de el caos y que se levantaba ahora en el vacío causando le todas las incomodidades de el vértigo!
desorientaba se, aturdía se; pero volvía los ojos a la luz, seducido por sus claridades, como una mariposa. y veía a , su buen consocio, su brújula, su ancla, su arpón en los desencade-nados elementos de el negocio, y recuperaba entonces su energía, su fe.
entre aquellas vacilaciones y desalientos que tanto le atormentaban, estallaba una palabra sonora, que le comunicaba las fuerzas que a el náufrago la vibración de la campana anunciadora de costa próxima en medio de una borrasca o de una noche muy lóbrega. ¡capital! ¡capital!
¡oh! formar un capital. dos o tres veces lo había conseguido, lo había palpado, creyó tener lo bien sujeto; pero más desgraciado que tanto compañero a quien veía con envidia gozar de las comodidades y prerrogativas de la posición adinerada, no pudo abarcar lo, agarrotar lo, para que no se le fuera jamás.
¡capital, capital!, oía, se repetía, pensaba. y entonces, sacudiendo la cabeza fieramente como para espantar de su conciencia todos los escrúpulos, se dirigía a la carpeta, colocaba se a el lado de , cogía le las manos y echando se atrás con gesto brusco, decía con entusiasmo de enajenado:
— conseguiré dinero aunque se hunda media isla. ¿oyes, ? de hacer la, la haremos de una vez y gorda. ¡un capital, rayos y truenos, un capital!
miraba a su pobre socio compasivamente. el sistema que preconizaba en sus entusiasmos repentinos era harto arriesgado. ¡paciencia! los negocios no iban todo lo bien que él deseara; pero el porvenir era halagüeño. se prometía mucho. lo que es a sostener la tienda comprometía se él por toda la vida; no le inquietaba armar trampa sobre trampa. el modo de facturar era la gran palanca.
mas era ésta para aspiración mezquina. para él la pesadilla eterna era aquella palabra que lucía con fulguraciones de relámpago en sus noches de insomnio; que le zumbaba en los oídos cuando todo estaba en silencio, y que escuchaba claramente en los más grandes ruidos.
algunas veces, cuando oía desde la tienda las campanas de la iglesia de el tocando por fiestas o por duelos, cuando sonaban las bandas de los teatros o las callejeras, en un carro, anunciando función ecuestre, cuando vibraba el bronce de los cascabelillos de los caballos de el tranvía, antojaba se le que decían, gritaban, clamaban, llenando le el alma de una congoja que casi le hacía llorar: ¡capital! ¡capital!
pero no un capital como aquel que en sus abstrusos cálculos le explicaba , que aseguraba que tan sólo con ser socio industrial, con sólo tener géneros en los anaqueles, experiencia, práctica y crédito en el negocio, ya se tenía capital. ¡no; mil veces no! ¡él quería todo aquel capital, si lo era, traducido en onzas de oro, o por lo menos en acciones de buenas empresas, de los principales bancos, donde lo nombrasen algo, vocal siquiera, donde asistiese a juntas y le vieran a él, , rico, desdeñoso con los que no habían logrado, o habían perdido ya, la clave de la vida, el capital!
quería que su nombre, , sonase en plaza como una onza de oro arrojada sobre una mesa de mármol.
la vida que a la sazón llevaba consideraba la atroz martirio. eso de estar en la tienda sonriente, sereno, agasajando a el marchante, fingiendo que los negocios iban bien, cuando sucedía todo lo contrario, era bien triste cosa.
en ocasiones entraba le la aprensión de que la tienda se agrietaba, se derrumbaba y las piezas de género, como enormes pedruscos, le caían sobre el pecho, le cortaban la respiración y le mataban asfixiando le.
a pesar de toda la calma de , de aquella sangre fría sajona con que compulsaba la enorme columna de gastos, salidas o pérdidas, ya aquella situación le iba cargando. quería concluir de una vez: era preciso adoptar una resolución enérgica, asegurar la tienda, hacer la estallar. otra cosa no podía hacer se, dada la terrible crisis que dificultaba la vida y los negocios en el país.
con las agitaciones que los negocios llevaban a el ánimo de los encargados de la tienda contrastaba la quietud, la calma, la imperturbabilidad de su familia, y , encerradas en las habitaciones altas.
, la cándida y excelente joven, llevaba una existencia tranquila, inalterable, un pupilaje riguroso sin ser colegiala, una verdadera reclusión sin ser profesa.
desde que alquiló la casa para poner la tienda y dispuso los altos de modo que su familia los habitase, no salió a la calle, no recibió visita, ni siquiera puso una vez el pie en la tienda.
el negro , mientras les servía la mesa, a la hora de el almuerzo o comida, solía traer alguna que otra noticia de lo que pasaba en el mundo y que adquiría de viva voz de alguna comadre o en la bodega de la esquina.
dos veces a la semana subía a dar clase de piano a la joven una profesora inglesa de alguna edad, que no hablaba dos palabras de otro asunto que no fuera la lección de música.
en cuanto concluía, saludaba ligeramente con la cabeza y se retiraba. ni un elogio, ni una frase de aliento para la discípula.
lo que a veces decía a la joven, era:
— , usted deberá estudiar muy mejor para otra vez.
o bien le advertía:
— yo diré a su padre de usted, que usted no estudiar nada para hoy; que él deberá castigar a usted para que estudie mejor para otra vez.
— está bien, miss — contestaba presentando le el sombrero, paraguas y rollos de papeles a la inglesa, que soportaba con admirable caima la sonrisa burlona de la joven cuyo único pecado en esta vida era mortificar un tanto a su profesora de piano.
quejaba se alguna vez la maestra a , pero éste no hacía caso; a lo sumo repetía a su hija, con indiferencia, las quejas de la profesora. y la joven explicaba que aquélla era muy caprichosa, que no le dejaba tocar la música que más le encantaba, sino piezas difíciles y que no entendía.
y a esto quedaba reducido el incidente.
los domingos y días festivos, por la tarde, en vez de comer, según costumbre, con los muchachos, es decir, de ocupar ambas cabeceras de la larga mesa que se ponía en la tienda, y , subían ambos, acompañados como de un ayudante, por , el dependiente de confianza de la casa, a comer con y .
para todos era ésta una especie de visita, si no de cumplimiento, por lo menos, a una casa extraña.
se acicalaba y vestía sus mejores ropas, y en esto no le iban a la zaga y .
— hoy tenemos que ir a comer arriba, se decían, y se esmeraban en su traje y en su lenguaje, ¡rayos!
alargaba se la mesa, y se le advertía a el asiático cocinero que los dueños iban a comer arriba, para que emplease en la confección de los platos todo su arte.
, ante , nada hablaba; no se atrevía a hacer le cumplidos ni a brindar le atenciones que aquél calificaba de estorbos.
pero los domingos salía de aquella pasividad que era norma de su existencia.
hacía con amabilidad los honores de la casa; colmaba de atenciones a y a , y hasta celebraba a .
nada objetaba , complacido de que su mujer le evitase el trabajo de cumplimentar a sus amigos, cosa a que su temperamento no se amoldaba.
mas cuando extremaba su afán de cumplidos hasta brindar le a él algún plato, replicaba le desabridamente que él sabía servir se muy a gusto y que empleara sus obsequios en y .
así como en la tienda, también era éste el alma en aquellas reuniones íntimas. a todos hacía reír con sus bromas y ocurrencias, incluso a el mismo , que ahorraba las ocasiones de mostrar se risueño ante su esposa.
tenía la cogida con : brindaba a la joven de lo mejor, quería servir le, y quieras que no, hacía la comer más que de ordinario. para esto se le sentaba a el lado, o enfrente, y no cesaba de mirar la y de bromear con ella.
para la buena de cualquiera frase de era una ocurrencia feliz.
a quien no podía tolerar se por su conversación tan pesada, era a , que no dejaba escapar la oportunidad de hacer gala de sus profundos conocimientos históricos adquiridos en los novelones de muchos tomos y de láminas en que se gastaba buena parte de el sueldo.
en la tienda era respetado en concepto de hombre estudioso y muy leído, el tal o , como indistintamente se le llamaba. padre le enteró de cabo a rabo de la historia de , y , y y . tenía su biblioteca en el hueco formado en una pared interior de la tienda por ausente alacena ante la cual, sentado en un sillón de viaje, pasaba se leyendo todo el día, hasta la hora de comer, los domingos que le tocaba salir.
los domingos... ¡qué días tan penosos, qué horas tan largas las que corrían en la forzosa reclusión de la guardia! el establecimiento no animado por la venta, por la voz y gesto de el marchante, con sus puertas cerradas como si estuviese de duelo, todo tan silencioso, tan sombrío, tan solo... el negro empotrado en la escalera. el limpiando los cuchillos contra el suelo y con el puño lleno de tierra. el patio bañado de sol que reverberaba hasta producir escozor en los ojos.
los dependientes apoyaban el respaldo de su silla bajo el dintel de la puerta, punto que tenía la ventaja de recibir la claridad de los rayos solares que filtraban por el toldo de lona y de poder vigilar con seguridad la tienda.
hasta la una se soportaba algo mejor la pesadez de el día de fiesta, porque las acaloradas discusiones de , los dependientes, y amigos, en torno de la larga mesa de el almuerzo, animaban con su ruido el desierto establecimiento.
sin embargo, los libros que prestaba o dejaba olvidados en el hueco de el mostrador proporcionaban también algún entretenimiento, por lo menos el de examinar las láminas y leer su explicación a el pie, entre puntos suspensivos, sacada de algún lugar culminante de el texto. los invencibles, monarca y la hoguera, pendón de , cocinero de , verdugos de la humanidad, , palacio de los crímenes, justicia de , siete , hijo de el diablo, inquisición, el rey y el , cuerda de el ahorcado, , la corte de los milagros, y otras obras salidas de la antigua alacena de rodaban por los rincones de la tienda para hacer las delicias de el dependiente lector en cuyas manos caían.
no pocas veces el mismo hacía el relato de memoria, entreteniendo grandemente a su corto auditorio, parte de el cual formaba lo siempre el , para quien era el hombre más sabio de la tierra; y como lo decía y repetía con entusiasmo muy sincero, el elogiado simpatizaba de veras con el muchacho, teniendo le por superior a muchos indiferentes y negados, entre ellos , a el cual no podía hablar se en serio de cosa que no fuera negocio mercantil.
en torno a la mesa en que ocurrían, los domingos por la tarde, aquellas escenas íntimas, trajinaba el negro , uno de los más extraños ejemplares de la raza etiópica.
su nariz aguileña y fina, sus ojos muy pequeños y vivos, redondos y unidos, su frente alta, su barba redonda y su cutis brillante y terso, rompían, por completo, el patrón o molde, norma de los rostros africanos. los húmeros rectos remataban en ángulo perfecto, uno de cuyos lados formaban los sus brazos largos y delgados. además tenía las piernas torcidas de tal modo que semejaban dos enormes comillas. asombro causaba que con aparato de locomoción tan descompuesto pudiese caminar el pobre negro hacia adelante, y no le hiciera, a pesar de todos sus esfuerzos y voluntad firmísima, caminar hacia la izquierda, lado a el cual miraban, sin posible equivocación, ambas puntas de los pies.
era un triste recuerdo que había sacado de el , nombre con que era conocida la famosa panadería de .
por su pobreza de espíritu y escasa inteligencia había sido el infeliz negro, blanco de las burlas de sus envilecidos compañeros y de la furia de los dueños de el establecimiento. apenas pasó día sin que recibiese en sus espaldas las caricias de el látigo, en sus pies el abrazo de el cepo y en su cintura el peso de los grillos. ser destinado a la horrible inquisición de una panadería habanera donde se enclaustraba, o mejor, se sepultaban en vida docenas de esclavos, más dignos de compasión sin duda que los destinados a las labores agrícolas, porque, a lo menos, éstos tenían las alegres perspectivas de el cielo y de el campo y el extremo recurso de colgar se de las ramas cimbradoras de una guásima. ¡ah!, en la panadería no. la única luz que alumbraba el oscuro y grasiento recinto donde se amasaba el blanco pan saboreado por la ciudad, era la rojiza, ardiente, asfixiante que se escapa de el horno. entre la roja claridad vagaban como fantasmas, sin más piezas de ropa que burdo pantalón hasta la rodilla, los negros esclavos con sus rostros y su cuerpo grotescamente embadurnados de harina. la calle se veía... alguna vez, de pasada, o cuando les tocaba ir a contar las rajas de leña que apilaban sobre la acera los carreteros.
a el casual derribo de un montón de barriles de harina debía la horrible torcedura de sus piernas.
el pobre negro tenía a la fidelidad de un perro, porque, compadecida de el cruel tratamiento que le daban en la panadería, le sirvió muchas veces de «madrina», esto es, evitó que le castigaran y aun consintió en ocultar le, más de una vez, en la casa en que ella vivía, para dejar que con el tiempo se calmase la furia de los amos de aquel desdichado.
corrían por entonces los primeros días de su amor con , y éste, que le guardaba alguna consideración, consentía en perdonar, aunque de mala gana, a el perseguido negro.
se hallaba de tal modo apegado a la familia, que para él pasaron inadvertidas por completo las diversas transformaciones de la ley de esclavitud.
un día extrañó que dejaran de pegar le con el látigo y que se guardasen honestamente el cepo y el grillete; otro que lo arrojaran a la calle por inútil, como un trasto desvencijado, inservible. y, después de andar vagando por calles y plazuelas, supo que se iba a vivir en los altos de una tienda que abriría el antiguo dueño de el y nadie le pudo quitar la voluntad de servir la.
y así vivía, le ocupaba lo menos posible y continuaba compadeciendo le profundamente. pero él, sin necesidades, puesto que le daban de comer y algún pantalón y camisa, se consideraba feliz.
quien solía mortificar le en aquella casa poniendo le motes y haciendo le otras diabluras era el ; mas se las cobraba contestando le tan fuerte que el muchacho huía amoscado.
para el infeliz negro, , que jamás le alzaba la voz, ni le mandaba con imperio, era un ser digno de adoración:
— tiene a quién salir — decía el pobre negro emocionado —: a su madre, la niña , una santa.
siempre encontraba su cuarto en orden, sus zapatos con lustre, todas las cosas en su lugar. lo que no hacía lo hacía , a hora en que no le vieran ni molestaran.
pero de ahí no pasaba; toda la destreza de no iba más allá. un recado lo trastornaba por completo. para un mandado, aunque fuera a dos cuadras, invertía tres horas. y no había modo de que hiciera lo contrario: lecciones y reproches acogía los con silencio imperturbable. a todo decía que sí, parecía dócil; pero luego nadie conseguía hacer le obedecer.
— esta gente no anda sino con el látigo — decía a veces desesperado — y ya no se les puede pegar.
era un ser negativo, triste, esquilmado, como si la pesada mole de la esclavitud le hubiese despachurrado el corazón y el cerebro. era una sombra que vagaba por la casa. si lo botaban no se iba. más de una vez, por orden de o de , lo agarraron entre el , el asiático cocinero y algún otro oficioso ayudante, y lo habían puesto en mitad de el arroyo. a los dos o tres días volvía a entrar.
— ¡pero, bestia de negro! ¿no te han echado de aquí? ¿no sabes que no te queremos, que de nada sirves?
y él inclinaba la cabeza afirmativamente.
— y entonces, ¿por qué estás aquí?
— porque ésta es mi casa, si, señor: aquí están la niña y la niña , y ellas son mis madrinas.
después de servir la mesa, los días de trabajo sólo a y y los de fiesta a los dueños de la tienda que venían de visita, iba a echar se, como fiel guardián de canina raza, a el pie de la escalera.
sentaba se en un escalón, apoyaba ambos codos en el de más arriba y adaptaba, perfectamente, la torcedura de sus piernas a el saliente borde de el escalón de más abajo. no elegía otro punto de la casa. tal vez porque la disparatada estructura de su cuerpo acondicionaba se a el zigzag de la escalera. encontraba se muy cómodo; pero estorbaba, sobre todo, a .
— sienta te en otro lado; escoge otro rincón — advertía le.
y unas veces se iba el negro, por un rato, y las más no hacía caso.
— ¿y por qué me he de ir? ¡si aquí estoy bien! — murmuraba alzando los hombros cuyos rectos ángulos volvían se agudos con la forzada posición de los codos.
estaba a el tanto de los cabos de cigarro que arrojaban los dependientes para seguir los fumando, y recogía los de tabaco, para dondequiera que los encontrase.
aunque con el menor grado de cultura e inteligencia posible, discurría, tenía conciencia de el bien y de el mal.
cuando el le mortificaba o se burlaba de él, advertía le a el muchacho que era malo, que no hacía bien, que aprendiera de los dependientes, niños todos muy buenos, que arrojaban cabos de cigarros y de tabaco encendido para que el negro los fumara, y que, alguna vez, daban medio a el negro.
y como observaba y pensaba esto, ocurría le lo propio en otras cosas.
allá en su extremo cavilar, mientras andaban en torno de la mesa los domingos, chocaban le mucho las bromas de con .
si el regocijado socio hubiera fijado su atención en aquella especie de gruñidos que el negro soltaba después de torcer la boca, casi le oiría reprender:
— eso no está bien.
pero nadie se fijaba en aquella dislocada figura humana: como si no existiese.
las bromas y atenciones de con la joven divertían los cada vez más a todos, incluso a el mismo , siempre callado ante su mujer y tan impasible como una esfinge.
después de celebrada aquella íntima comida de el domingo, íbanse todos a una azotea pequeña colocada tras de los cuartos altos y entre los viejos paredones de las casas contiguas, que, además de robar le por completo la vista, le imprimían cierta nota de tristeza con el negro color de que les había teñido la intemperie.
a el principio hablaban los dos socios en serio de negocios o de política, y y asistían indiferentes a el conciliábulo.
luego , que no perdía ocasión de continuar la broma comenzada en la mesa, quedaba hablando con la joven.
y solían retirar se y aun el mismo .
pero lo más frecuente era que éste los entretuviese con la narración de la vida y proezas de algún héroe nacional, los caprichos de un monarca, las intrigas de una corte, las aventuras de un bandido y cuanto más le permitían sus vastos conocimientos históricos.
a menudo complacía se en repetir lo últimamente leído; y como lo tenía fresco en la memoria, contaba lo con calor y en buena frase.
— histórico, histórico, así consta en documentos indubitables de los mejores autores.
y proseguía.
así pasaban aquellas tardes lánguidas, pesadas, de el domingo, con la tienda desierta, muda, sin la animación y lucha de los días de venta.
la verdad era que en aquellas horas sentía una emoción vaga, indefinible. no sabía a qué atribuir lo y llegaba a incomodar se.
— ¡no sé qué siento, los domingos, cuando estoy aquí! ¿será la batalla diaria lo que extraño? — preguntaba.
aquella raya que la luz de el sol trazaba en la parte alta de la azotea iluminando la; aquella diafanidad de el cielo, que se veía como por cuadrada y alta ventana a causa de los elevados y viejos paredones que quitaban la vista y encerraban la azotea por sus cuatro lados; aquel silencio; aquella soledad y calma de todo alrededor, le atraían, sin embargo, mucho más que los paseos que a pie, a caballo, o en coche podía ir se a dar con sus dependientes, que le convidaban, a la calzada de .
nada le impedía ir se con ellos; pero la escondida y pequeña azotea le gustaba más.
cada vez se iban quedando hasta más tarde. y , que intentaba retirar se, no lo conseguía, pues le suplicaba que oyera el término de las historias de , que nunca acaban, por cierto.
a el fin, cuando el color de aquel cuadrado pedazo de cielo se iba ennegreciendo y el quinqué de cristal cuajado, imitando porcelana, bañaba con su luz la barnizada carpeta de cedro, arca santa de el «diario» y de las «cuentas corrientes», llamaba a su socio para ir a los teatros o echar una partida de damas o billar.
dirigía se entonces a la ventanilla de su cuarto, sentaba se en su mecedor, y parecía querer escudriñar con su mirada melancólica el enigma escrito por los astros en el abismo sombrío de la noche.
los demás días pasaban los muy solas y su hija.
a las habitaciones altas nadie subía. alguna vez, muy rara, veían se cruzar a los dependientes o a por un corto pasillo y que iban a buscar en aquel desordenado almacén que llevaba el apodo de , piezas de género que no creyeron vender se, y, sin embargo, a lo mejor eran solicitadas por el capricho trasnochado de el marchante.
pasaba se las tardes sentada en su sillón de cuero claveteado de tachuelas, bien por descansar de las faenas de el día, bien para murmurar oraciones o repasar las cuentas de el rosario.
había la tomado por rezar y se pasaba hora tras hora absorbida en esta ocupación. así quería suplir la falta de su ausencia completa de la iglesia.
desde que se abrió la tienda no había puesto los pies en la calle.
, siempre ante la ventana, por la que con tanta solicitud y avidez miraba, pasaba se también las horas de la tarde ya sentada en su mecedor, ya con los codos apoyados en el antepecho, entre dos macetas, una de rosas y otra de azucenas que el negro , llenando la de turbación, la había entregado «de parte de el niño ».
y todas las tardes entretenía se en regarlas, en cuidar las y acariciar las.
y miraba hacia el frente, hacia aquella azotea en que revoloteaban las palomas de un palomar vecino y que tenía los muros sólo un poco más altos que el nivel de el primer piso de .
si allí no estaba ya, tampoco se hacía esperar el joven estudiante o lector de cabellos muy negros y de naciente bozo. y no pasaba tarde que no le dirigiese afectuoso saludo ni que se retirara sin que ella lo hiciera antes.
de este modo corrían gratamente las horas de la tarde para la joven, no obstante su rigurosa y prolongada reclusión.
pero ni uno ni otro de los dos jóvenes se hablaban: parecían distraídos en mirar siempre con interés aquel paisaje inmutable y monótono que ante su vista se abría.
a lo lejos alzaba se el campanario de el , recortando en parte su silueta sobre las paredes de color vario de las casas, en parte sobre la faja azul de el mar, situado más allá de el confuso hacinamiento de construcciones irregulares, que formaban la parte alta de la ciudad.
algún cajón o barril, medio desbaratado por el agua y el sol, lleno de tierra y coronado de plantas que con su verde color e irregulares contornos rompían a trechos la rigidez de tanto cuadro de pared que se cortaba entre sí y tanto inclinado plano de oscuros tejados.
una tarde el joven se atrevió a hablar le; le preguntó por las flores que le había mandado con . y ella, aunque muy ruborizada, le contestó con naturalidad.
desde este día menudearon las palabras. mas hablaban maquinalmente, sin atrever se a decir lo que más ansiaban. estaban muy lejos. tenían que hablar en voz alta. preferían cambiar miradas, más elocuentes que las palabras. y no abandonaban sus puestos hasta que las sombras de la noche impedían que se vieran. otras veces permanecían inmóviles largo rato. si no podían ver se se adivinaban.
a la rosada luz que en su adiós postrero a el día enviaba el sol, seguía una claridad indecisa, azulosa, como niebla ligera que fuese espesando se y más. y antes que la sombra envolviera de el todo aquella como colosal cristalización de enorme masa de espato que formaba la ciudad, surgían de pronto relámpagos amarillentos. ora era un farol que iluminaba el ángulo de una alta esquina; ora un punto de luz que se mostraba a el través de los barrotes de lejana ventanilla; ora una vidriera que recortaba firmemente su cuadro sobre el negro fondo que le rodeaba. en lo alto, molinos, almenas, ventiladores, pararrayos y garitas, parecían extraños dibujos negros sobre el cielo, claro aún por algunos lados.
y a veces la luna asomaba su disco engrandecido y rojo tras de la extraña pauta formada por las paralelas barras de los sostenes de el teléfono, cuyos aisladores de vidrio lanzaban reflejos de plateada luz y cuyos alambres trazaban en el cielo líneas negras en todas direcciones.
veía a su hija sentada en el mecedor, recostada en el antepecho de la ventana, mirando sin descanso a el espacio; y no procuró saber más.
¿qué decir le? ¿qué hacer? sentía por la pobre niña una compasión profunda que a ratos conmovió la hasta hacer la derramar lágrimas silenciosas y amargas. ¡era una santa su pobre niña! ¡en la edad en que debía amar los paseos, los bailes, las distracciones todas, las amigas! ¡y pasar se meses, años, sin pisar la calle, sin proferir una queja, sin mostrar se descontenta!
y a pesar de sus deseos más vivos nada se atrevía a decir la, a preguntar la o aconsejar la. las bruscas advertencias de su padre habían puesto entre ella y un verdadero abismo.
muchas veces, sin que la notara, desde el oscuro rincón donde colocaba su antiguo y cómodo asiento, pasaba se hora tras hora contemplando a su hija, que inocente, bañada por la claridad de la tarde que penetraba por la ventana, parecía absorta en sus ensueños de ángel.
nadie en la casa sospechaba que la joven tuviera un vecino a quien saludar, ni menos que con él cambiase frases alguna vez.
había comprendido algo cuando una mañana lo llamó el joven que vivía a dos puertas de la casa, le dio con una propina las macetas de la rosa y la azucena, encargando le que se las entregara a sin que nadie de la casa se enterase de ello.